Morir es un arte
La mañana del 11 de febrero de 1963, se levantó temprano. Aquel había sido uno de los inviernos londinenses más crudos y el frío sólo había servido para aumentar su depresión. Sus dos hijos dormían. Previendo que al levantarse tendrían hambre, fue hasta la cocina, sirvió un par de vasos con leche, preparó algo de pan con mantequilla y colocó los alimentos en el cuarto de los niños, sin hacer el menor ruido. Luego fue por toallas, todas las que pudo encontrar, y las mojó. Con ellas tapó la ranura inferior de la puerta, para aislar totalmente el cuarto de los pequeños. Revisó por última vez la nota que dejó sobre una mesa, dirigida a Trevor Thomas, el vecino que vivía en el apartamento debajo del suyo. En la carta estaba anotado el nombre y el teléfono de su doctor.