Muchas veces me sorprende la inmensa cantidad de personas que, en los perfiles de sus redes sociales, se presentan como “escritores”. La mayoría no tienen libros publicados, premios literarios ganados o una trayectoria que nos permita conocer y acceder a una obra en construcción.
Quizás se trata de gente que está comenzando en el oficio o que trabajan en algunas pequeñas empresas que se dedican a escribir textos para páginas web, presentaciones y discursos, los ahora llamados “escritores fantasma” que, aunque producen contenidos escritos, jamás pueden firmar con su nombre verdadero porque lo hacen como parte de su trabajo.
Esto podría llevarnos a la ociosa discusión de definir quién puede ser considerado escritor y quién no. ¿Es escritor quien publica libros en papel? ¿Es escritor quien escribe, pero guarda para sí todo lo redactado? ¿El medio de publicación define al escritor o es la persona misma quien debe y puede definirse como tal?
El auge de los medios electrónicos y las múltiples herramientas de publicación y socialización del texto escrito han hecho que la definición de escritor se vea cuestionada y modificada. Hay quienes han sabido utilizar la escritura en redes para publicar sus textos y tener un acceso directo al público. Es más fácil que nunca auto publicarse o dar a conocer nuestros escritos mediante plataformas que, en apariencia, pueden hacer creer que las editoriales son instituciones prescindibles. Dichas facilidades pueden degenerar en un espejismo que alimenta egos y vanidades, causando confusión sobre lo que conocemos como calidad literaria.
La tiranía del like hace creer que para ser escritor es suficiente ser popular. Si cientos de personas gustan de un texto, es fácil creer que lo hacen porque el escrito es “bueno”. Pero la psicología detrás de los “me gusta” de las redes sociales es bastante más compleja que eso. También lo es la intención con la cual se expone un escrito personal en las redes. Hay quienes piensan que, si no se es un superventas, si no se aparece en toda foto abrazado con reconocidos escritores o si no se participa en cada festival literario, no se es un escritor en serio.
En ese sentido, parece que muchas de estas personas prefieren invertir en llamar la atención mediante estrategias más relacionadas con las ventas que con la buena literatura. No se les puede culpar mucho. Hay varios casos asombrosos de éxito que fomentan la percepción de que, a mayor visibilidad del escritor, las ventas serán abundantes e instantáneas. Las editoriales comerciales monitorean de manera permanente las redes sociales en busca del próximo superventas. Encontrar perfiles que tienen miles y hasta millones de seguidores y likes, resulta en una ecuación que apuesta a que ese mismo entusiasmo se podrá traducir en ventas de ediciones impresas y electrónicas, ahorrando la dificultad de impulsar la carrera de un perfecto desconocido y venderlo como el nuevo genio de la literatura.
De ahí que no es raro encontrar incontables perfiles de gente que alternan sus contenidos entre fragmentos de sus escritos y selfies, en busca de ganar una popularidad mediática que les haga aparecer como un apetitoso prospecto literario.
Fue una estrategia que funcionó de maravilla para la poeta Rupi Kaur. De origen indio y actualmente viviendo en Canadá, Kaur es una mujer de innegable atractivo físico, que sabe manejarse muy bien ante las cámaras. También ha sabido utilizar las lecturas en público para promover sus textos, convirtiéndolas en espectáculos realizados a teatro lleno. Al día de hoy cuenta con más de cuatro millones de seguidores en su cuenta de Instagram y tiene publicados tres libros de poemas. Pero para el lector de buena poesía, los versos de Kaur quedan en deuda. No se percibe una búsqueda de belleza estética o lirismo propio, el uso de la metáfora es limitado y sus contenidos pueden identificarse más con la autoayuda y la escritura terapéutica que con la métrica o el ritmo.
Estos fenómenos de popularidad y superventas fomentan una concepción bastante capitalista del éxito. No importan los contenidos, lo que importa es la visibilidad. No importa invertir tiempo en construir una buena novela o comprender la ciencia de la síntesis en el cuento. Lo que importa es vender. La venta es la medida del éxito.
Escribir no es tan fácil como soplar y hacer botellas. Tampoco lo es lograr esos niveles de popularidad que a algunos se les da muy bien, pero que requieren de una serie de características individuales que no todos poseemos. Pretender ser escritor para lograr ser famoso, hacerse millonario o codearse con las personalidades del mundo del espectáculo probará ser no sólo una meta muy difícil de alcanzar, sino que además hará reventar cualquier texto en mil pedazos, ante la falta de calidad de los mismos. Si lo que se busca es ser parte de un idealizado jet-set literario o artístico, es mejor dedicarse a las relaciones públicas, ser influencer o youtuber. Y aún eso requiere de una buena dosis de trabajo e inversión de tiempo.
Escribimos por múltiples motivos: para resolver la ecuación intelectual que implica elaborar una buena historia; para comprender al ser humano; para compartir nuestros descubrimientos y reflexiones sobre la vida; para poner orden en nuestros pensamientos y emociones; porque es nuestra herramienta para comprender el mundo; para narrar recuerdos de eventos o de personajes memorables; para procesar duelos y rescatar las pequeñas alegrías de lo cotidiano; para transmitir nuestras emociones, esperando encontrar a un lector que comparta nuestra visión; por el deleite estético que nos da el lenguaje y la musicalidad de las palabras; porque sentimos que tenemos algo urgente e importante que decir; porque es una forma de paliar la profunda soledad del ser humano.
Acaso lo más importante sea tener claridad sobre lo que se busca en el oficio de la escritura. Y aunque es bueno ser ambicioso, ojalá que la meta más alta sea lograr contar nuestras historias con toda la calidad posible. A fin de cuentas, ésa es nuestra auténtica misión. Lo demás es vanidad.
(Publicado en la sección de opinión, La Prensa Gráfica, domingo 15 de agosto 2021. Foto: Nile en Pixabay).