Columna de opinión
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Para cuando me vaya

El 14 de febrero pasado murió una querida amiga. Tuvimos una amistad cercana y larga. Ocurrió en otro país, donde vivimos el breve sueño de una utopía hecha realidad. Ocurrió en otro tiempo, cuando el filo de la muerte nos hacía amar la vida con furor y asombro. Ocurrió en esa edad en que nos sentimos inmortales, cuando la juventud te colma de belleza y el futuro es un tiempo que puede esperar.

Aprendí mucho de ella, más de lo que tenía conciencia. Por ella descubrí a Joseph Conrad y la extraordinaria novela Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki. Por ella leí a muchos poetas como Ikram Antaki, José Carlos Becerra, Jaime Sabines. Por ella conocí la música de Liliana Felipe, Nacha Guevara, Amaury Pérez y Cecilia Todd. Por ella conocí los conciertos de Köln de Keith Jarrett. Juntas descubrimos a Marguerite Yourcenar y a Milán Kundera. Era pocos años mayor que yo, pero tenía un bagaje cultural admirable.

Era extremadamente reservada, tanto que, al morir, pocos sabían datos precisos sobre su vida. Me di cuenta que podría armar una buena parte de su biografía y corregir a otros en datos erróneos. Pero respetando su discreción, callo el armado de ese rompecabezas.

Intercambiamos confidencias, dudas, hartazgos y planes. Podíamos pasar horas hablando de cosas importantes o triviales. Compartíamos llantos y risas por teléfono (porque sí, “antes” los teléfonos se ocupaban para hablar y era algo de lo más normal).

Nuestra amistad transcurrió entre dos países, en ciudades y campo. La conocí por asuntos de trabajo y por ello mismo, nos tocó caminar selvas y montañas, nos bañamos en ríos y dormimos en suelos de tierra, comiendo lo que había (que a veces sólo era tortilla con sal y chile). Después regresábamos a la ciudad a bañarnos, perfumarnos y comer una buena cena. Era como vivir en realidades intercambiables.

Recuerdo una vez que se le antojó un chocolate casi a la medianoche y salimos en su carro, por su ciudad, a comprarlo en un almacén que cerraba tarde y comerlo, con la satisfacción del antojo colmado. Recuerdo su risa, el cigarro en su mano, su pelo colocho, su coquetería, su manera de medio cerrar los ojos para enfocar bien (porque tenía alguna limitación visual, pero se negaba a usar anteojos). Recuerdo una vez que nos matamos de la risa cuando, en un restorán, la mesera nos dijo muy oronda “he aquí el menú”, una frase que se nos quedó grabada como un chiste personal, que sólo nosotras comprendíamos y que repetíamos, muertas del chiste, cada vez que salíamos a comer.

Era de esas mujeres que, al entrar en algún lugar, atrapaba todas las miradas. Tenía una presencia imposible de ignorar. También tenía su lado complicado. Era impuntual, espantosamente impuntual. Eso nos causó más de algún conflicto. Peleábamos, como pelea la gente que se quiere, sin insultos ni crueldad, pero ventilando las cosas que nos desagradaban. Al rato nos volvíamos a llamar o a encontrar y hablábamos con toda normalidad. Fue de las primeras personas a quien le compartí mis cuentos y mis proyectos literarios. Su opinión siempre me fue útil para mejorar mis textos y me animaba a continuar con la escritura, a tomármelo más en serio.

Cuando se fue del país donde ambas vivíamos, no se despidió. No recuerdo cómo me enteré de su partida, pero me quedó un sinsabor triste. Era de la gente que te echa ese cuento tonto de que no le gustan las despedidas, pero la falta de una es algo que puede doler y dejarte en el limbo. En aquellos años, significaba también perder el contacto, porque no quedaba una dirección postal, un número de teléfono, un rastro para retomar la conversación.

Luego pasó el tiempo y vinieron las redes sociales. La encontré en alguna y pensé en escribirle, pero jamás lo hice. Tampoco era muy activa en ellas. Quiero pensar que también me buscó y que le bastó con ver mis esporádicas actualizaciones.

Aunque vivíamos en países diferentes, más de alguna vez sentí necesidad de verla, de salir a tomar un café con ella, de encontrarla para ir a matar el tiempo en librerías, de comer en algún changarro callejero o en algún mercadito vecinal, de simplemente conversar, de contarle cosas con la franqueza y la confianza que solamente tenía con ella. Siempre me hizo falta.

El 15 de febrero me desayuné la noticia de su muerte porque alguien mencionó su fallecimiento en una red social. No pude preguntarle a nadie qué le pasó. Alguien comentó que fue un cáncer y no me extrañó, porque jamás dejó el maldito cigarro. Hubiera preferido que sufriera un infarto fulminante, un accidente, algo rápido. Pensé en tantas cosas. Imaginé otras más. Me dolió su dolor. Me dolió no estar ahí para abrazarla, para acompañarla, para ayudarla en lo que necesitara.

Un mes antes de su muerte soñé con ella un par de veces. No pasaba nada importante. Simplemente andábamos en alguna ciudad, buscando algo, de compras, hablando y riendo como siempre, como antes, como entonces. Me extrañó lo vívido de ambos sueños y pensé, como tantas otras veces, que debía intentar comunicarme por redes. Nunca lo hice.

La he llorado mucho, en diferentes momentos. La pienso a diario. Los recuerdos vienen en micro dosis. Una escena, un color, su risa, su voz. No me atrevo a escuchar la canción que más nos gustaba de Nacha Guevara: “Para cuando me vaya / no habrá amanecido / ni para el amor / ni para el olvido. / Para cuando me vaya / la vida nos premia/ poniendo los sueños de penitencia”.

Pero mi amiga seguirá estando. Habita en mí. En esas migas de recuerdos fundamentales que repartió a lo largo del tiempo de nuestra amistad. En el misterio de los afectos que unen a dos personas y que perviven más allá de las separaciones, de los silencios y de la propia muerte.

(Publicado en La Prensa Gráfica, sección de opinión, domingo 24 de marzo, 2024).

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