Columna de opinión, Libros

Muerte lenta por murmullos

“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”. La primera vez que leí la frase fue a la luz de un par de quinqués, reunida la familia en la mesa del comedor.

Días antes, los empleados de la Compañía de Alumbrado Eléctrico estaban en huelga en demanda de mejoras salariales. Como método de presión, habían comenzado a ejecutar apagones de una a dos horas en toda la capital, particularmente de noche. Era 1977 o 1978, los días en que la violencia política comenzó a superar la censura y el miedo. Íbamos camino a la guerra, sin saberlo. Comenzábamos a tomar conciencia de que esa sería nuestra normalidad durante los años por venir.

Dentro de esa realidad, la vida continuaba su curso y yo debía leer un libro, como tarea escolar. El ejemplar tenía una portada verde aceituna, con el dibujo de dos perros negros. Pedro Páramo, Juan Rulfo. Ni el título ni el autor significaban nada para mí. Leí con aplicación. Cuando volvieron las luces, noté que había avanzado varias páginas. Me había olvidado por completo de todo lo existente a mi alrededor mientras lo hacía.

Esas noches a oscuras me recordaban a otras, porque la angustia era la misma. Las noches durante la guerra contra Honduras, en 1969, cuando nuestras ciudades eran dejadas a oscuras para no ser detectadas por la aviación hondureña. En casa, jugábamos dominó o damas chinas, en la misma mesa de comedor, con los mismos quinqués.

Las noches siguientes continué mi lectura de Pedro Páramo, a la luz de las lámparas de gas. Quizás por eso, los murmullos de los muertos de Comala me calaron hondo, tomando en cuenta la oscuridad que me rodeaba y donde, cuando levantaba la vista del libro, me parecía ver moverse alguna sombra.

Leí despacio, estudiando las frases con un interés casi científico. Un lenguaje directo, conciso, sobrio, pero con imágenes poéticas acertadas, el complemento necesario para lograr la creación de su particular ambiente. Escenarios y situaciones fácilmente imaginables y que, a pesar de ocurrir en una zona específica de México, podría ubicarse en cualquier pueblo latinoamericano de clima parecido. Eso convierte a la novela en un texto accesible a todos los lectores, sin dejar de perder su color local. Los personajes son capaces de hacernos sentir antipatía o lástima, punto que demuestra la profundidad lograda en la construcción de los mismos.

Otro punto llamativo del libro es la estructura narrativa, donde la historia no está narrada en el sentido clásico, con una secuencia lineal. El libro es un círculo (spoiler alert): Juan Preciado encuentra camino de Comala a Abundio, otro hijo de Pedro Páramo, quien al final de la historia mata a su padre por negarse este a ayudarlo a enterrar a su mujer, recién fallecida. Sin embargo, el viaje entre una punta a otra del círculo no se atraviesa en línea recta. El tiempo y los personajes van y vienen. Es el presente, el pasado inmediato y el pasado lejanísimo, los vivos y los muertos, todos aparentemente confundidos, ávidos de hablar y convivir entre sí, pero nunca lograrlo. Cada personaje, cada historia, es contada dentro del desorden organizado de su narrativa. Lo que nos evita perder el hilo del argumento es la claridad del lenguaje.

Al final, reconocemos a Abundio y cuando hacemos memoria, entendimos aquellas historias que nos convirtieron de pronto en sujetos, en cómplices, en inquisidores de la trama. Con lupa hemos estudiado un mosaico de personajes, con el telón de fondo del problema agrario y la revolución mexicana, donde la objetividad de la narración nos permite llegar a nuestras propias conclusiones. Tenemos claridad de todo, en pocas páginas.

Se sabe que Juan Rulfo apenas escribió dos libros. Que se quedó eternamente corrigiendo una segunda colección de cuentos, que nunca quiso publicar. Preguntado sobre si escribiría otro libro, decía que se le había muerto el tío Celerino, que era quien le contaba las historias que luego escribía. Un día descubrí que a Rulfo le gustaba la fotografía y vi algunos de sus trabajos. Las escenas, los personajes, hasta el rostro de Rulfo mismo, se correspondían visualmente con mi imaginación de Comala y la Media Luna.

A los periodistas no les gustaba hablar con él porque era tremendamente lacónico. Sin embargo, en una de esas entrevistas, mencionó que el primer manuscrito de Pedro Páramo tenía 350 páginas, pero que luego de la tercera versión, lo redujo a 130. Le interesaba dejar sus ideas sintetizadas, sin explicaciones ni retóricas, ideas que sugerían cosas que al lector le toca complementar. Rulfo consideraba que, sin la participación activa del lector, el libro pierde mucho.

Pedro Páramo te involucra en esa participación de manera sutil, casi imperceptible. De pronto, me sorprendía sintiendo una mezcla de lástima y curiosidad por Susana San Juan o por el mismo Pedro Páramo quien, por sus desmanes, recibe como castigo la indiferencia de la mujer que él quiere. La novela se convierte así en varios textos más. Es un libro de amor, un libro social, un libro sobre conflictos de poder y cacicazgo, un libro que juega con la estructura. Cuando al fin Pedro Páramo se desmoronó, como si fuera un montón de piedras, sentí tristeza porque el libro se había terminado.

Cuando tuve que salir de El Salvador en los 80, me llevé aquel ejemplar como uno de los libros de los cuales no podía prescindir. Es la misma edición que todavía conservo. Durante una época, hasta me dio por coleccionar ediciones de Pedro Páramo.

Fue extraña la segunda lectura hecha en Alemania, al otro lado del océano, en medio de la nieve. El calor de Comala me hacía ilusión. Desde entonces han sido varias mis relecturas. Como si a quienes leemos a Rulfo nos quedara la necesidad de seguir vagando siempre en aquel mundo, donde los personajes sufren de muerte lenta por murmullos. Como si nos quedáramos, por siempre, con la inexplicable necesidad de llegar a Comala, para poder encontrar a nuestro padre.

(Publicado en sección de opinión de La Prensa Gráfica, domingo 15 de enero, 2023. Foto del ejemplar mencionado).