Aproveché las recientes vacaciones de agosto para arreglar uno de mis cuatro libreros. Tenía los libros puestos uno encima del otro sobre los estantes, pero no los había clasificado y ordenado. Estaban así desde hace casi un año, en que me vi obligada a mudarme. Falta de tiempo y de ánimo me hicieron posponer la tarea.
Este librero en particular es el más grande que tengo. Los libros los pongo en doble fila para que quepa la mayor cantidad posible. Fui bajando y sacudiendo cada libro, al mismo tiempo que iba colocándolos en el suelo, en columnas, según la eventual clasificación que tendrían en el mueble (cuentos, novelas, psicología, historia, autores centroamericanos, poesía). En este librero también hay autores de los que tengo varios títulos3: Jorge Luis Borges, Marguerite Yourcenar, Juan Carlos Onetti, Yukio Mishima, Franz Kafka, Clarice Lispector, entre varios más.
Mientras hacía ese primer movimiento clasificatorio, pensé en las múltiples maneras que cada quien tiene para arreglar su biblioteca personal. Recordé también fotos, sobre todo de Instagram, que presentan habitaciones con inmensos libreros que llenan paredes enteras, alrededor de los cuales hay asientos confortables para hundirse en la lectura. Sigo soñando con tener un espacio así.
Hay gente que le gusta arreglar sus libros por colores, lo cual me parece bonito pero impráctico. Tendría que tener bien clara en la memoria el color del lomo para poder ubicar algún ejemplar específico a la hora de buscarlo. Hay quienes ordenan según la editorial, según el tamaño de los libros o por orden alfabético del título o el autor. Todas son formas válidas de organización, pero creo que cada quien debe encontrar la mejor manera en que pueda localizar los ejemplares que busca. Eso, muchas veces, rompe la convención común de lo que llamamos orden.
En mi caso, cada librero tiene un tema y un concepto organizativo en particular. Por ejemplo, tengo otro librero, el más pequeño, donde coloco los libros de quienes considero mis maestros literarios (Marguerite Duras, Albert Camus, James Joyce, Felisberto Hernández, Ray Bradbury, entre otros). En ese librero está además mi colección de libros surrealistas y dadaístas, escuelas artísticas que me ayudaron mucho a subvertir las lógicas tradicionales de escritura y a explorar caminos misteriosos de la creatividad humana. También tengo ahí mi colección de libros espirituales, por definirlos de alguna manera, así como varios diccionarios y la colección de mis propias publicaciones y antologías en las que se incluye algún texto mío. El simple hecho de que estén en la habitación que utilizo como lugar de trabajo y de poder verlos en medio de mis cada vez más frecuentes momentos de desánimo literario, ayuda en algo a continuar con la misión de la escritura.
Hay libros que conservo desde mis días de colegio, algo que me parece una hazaña debido a mis numerosas mudanzas y muchos años de vivir en el extranjero. No recuerdo cómo ni dónde pude preservarlos durante tantos años. El viejo y el mar; El poema del Mío Cid; Pedro Páramo; Cumbres borrascosas. No son ediciones bonitas ni valiosas más que para mí, por su significado.
A medida que iba acomodando los libros, tuve la certeza de que quienes tenemos bibliotecas somos bastante fetichistas, ya que el valor de algunos ejemplares reside no en su importancia editorial, sino en su valor personal. Los libros que recibimos como regalo de personas que apreciamos; el escrito por alguno de nuestros autores favoritos, que nos costó mucho conseguir y por el cual pagamos pequeñas fortunas; los que trajimos de algún viaje; los que encontramos en alguna venta de usados.
También, acomodándose entre los libros existentes, están los fantasmas de los libros perdidos: los que prestamos y jamás regresaron a nuestras manos; los que desaparecieron de manera misteriosa de nuestra casa; los libros que donamos en alguna mudanza y que, años después, nos arrepentimos de haber dejado atrás; los que perdimos en alguna vuelta de nuestra vida, sin acordarnos cuándo o dónde fue; los que nos arrepentimos de no haber comprado en su momento y que nunca más volvimos a encontrar.
En cada movimiento drástico de mi vida, me he desprendido de, literalmente, docenas y hasta cientos de libros. En más de alguna ocasión, la totalidad de mi biblioteca tuvo que ser embodegada durante años, guardada en cajas de cartón. Muchas de las páginas de mis libros están tostadas o amarillándose. Algunos perdieron su cubierta original o su lomo y hubo que hacer cirugías caseras de emergencia para recomponerlos. Parecen heridos de guerra, incluso aquellos a los que intenté proteger forrando con plástico transparente. Es consecuencia del calor, de la humedad del ambiente. Es ese tiempo, todos esos años que pasaron encerrados en una bodega, metidos en cajas, esperándome, pacientes y leales. Es las veces que se han tenido que mover y deslizar, soportar pesos y reacomodos. Es la calidad del pegamento de los lomos y del papel utilizado para sus páginas y portadas.
Más allá del objeto libro, de los que ya hemos leído y de los que nos falta por conocer, una biblioteca representa una forma personalísima de continuidad. Una especie de credo. Una suerte de hogar o de complicidad. Un inventario de conversaciones secretas que tenemos con personas vivas o muertas, reales o imaginarias. Una manera de buscarnos, una manera de reconocernos. Un autorretrato simbólico de nuestra evolución y cambios personales a lo largo del tiempo. Pero no quiero idealizar tanto a los libros. Hitler y Pinochet tenían sendas bibliotecas, con títulos que de seguro envidiaríamos. Sin embargo, mandaban a quemar libros y a matar gente. Tener una buena biblioteca no es garantía de ser un buen ser humano.
El escritor chileno Roberto Bolaño escribió alguna vez que: “Para el escritor de verdad su única patria es su biblioteca, una biblioteca que puede estar en estanterías o dentro de su memoria”.
Quizás tenga razón. Quizás sea por eso que un acto tan sencillo como ordenar y desempolvar libros se convierte en todo un detonador de reflexiones y nostalgias.
(Publicado en la sección de opinión, La Prensa Gráfica, domingo 14 de agosto de 2022. Foto propia).