Columna de opinión

Quiero mi cafecito yo

Desde hace cosa de año y medio, ha hecho su aparición en nuestra colonia un hombre necesitado. Siempre anda peludo, sucio, con ropa que le queda muy grande y que también está sucia. Suele cargar algunos bultos de no se sabe qué. Quizás carga sus escasas pertenencias y cosas que va recaudando en sus caminatas por la ciudad. Quién sabe.

Cuando aparece en nuestro portón, se anuncia con un sonoro “buenos días” o “buenas tardes”, porque al tipo le gusta gritar. Quiere hacerse notar por una de nuestras vecinas en particular. “¡Quiero mi cafecito yo! ¡Quiero mi cafecito yo!”, grita a pulmón partido. Lo dice exactamente con esas palabras. Luego grita el por favor y otro montón de peticiones que dependen del horario en que aparece. Pide dinero para comprar pupusas si es la hora de la cena. Si viene a media tarde, nos recuerda que es la hora del cafecito y del pan. Si pasa a media mañana o cerca del mediodía, quiere un plato de comida. Algunas veces dice frases muy largas que no se alcanzan a comprender.

Si nadie le hace caso, el tipo se pone a gritar, frenético. Gritos, nada más gritos. “¡Aaaaahhhhh, aaaaahhhhh, aaaaahhhhh!”. Las primeras veces que apareció, nos alarmó su presencia. Su aspecto y sus gritos nos intimidaron. Temimos que fuera violento y que agrediera a alguien que entrara o saliera de la colonia. Un par de veces, alguien terminó llamando al CAM porque los gritos suelen durar un rato. Tiene una garganta que sería la envidia de cualquier cantante de heavy metal.

Le he medido el tiempo de permanencia. Pasa horas en el portón. Por lo general se queda como hora y media, pero a veces se queda dos horas y pico. Muy rara vez se va antes de la media hora. A veces se sienta junto a la entrada y se queda callado un rato, murmurando cosas. Parece que habla consigo mismo o con alguien imaginario. Cuando ya hay un ratito de silencio y pensamos que se fue, sus gritos nos avisan de que sigue ahí. Y cada tanto, como si de pronto recordara el propósito de su visita, repite “quiero mi cafecito yo”.

Con el tiempo y la continuidad de su presencia, nos dimos cuenta que el tipo no es agresivo. Nunca ha intentado entrar en la colonia ni ha agredido a nadie. Nunca se ha puesto grosero. Ni siguiera se pone a golpear el portón o a impedir la entrada de carros a la colonia. Medio saluda a la gente, como si desde la nebulosa de su mente recordara que existen los buenos modales.

Si se le habla, pide comida o un pan y café. A veces no se le entiende. Hasta donde sé, no se puede entablar una conversación muy coherente con él. Repite las mismas frases y palabras siempre. Es como un muchachito grande, con un vocabulario limitado a las palabras imprescindibles para sobrevivir. No me atrevo a calcular su edad, porque sé que la rudeza de la vida en la calle se le refleja en el rostro. Pero si se le observa con atención, no parece mayor de 40 años.

Al comienzo, algunos le dimos “un peso” para que se tranquilizara y siguiera su camino. Más de alguna vecina salió a darle un plato de comida y el bendito cafecito. Pero no sé por qué circunstancia, dejó de aceptarle comida a todos y se empeñó con el café de una de nuestras vecinas en particular, la que vive al fondo de mi calle. Ahora, aunque cualquier otra persona le ofrezca algo de beber o comer, él lo rechaza. Quiere que se lo lleve la niña Albita.

Un día estaba mi gato Orlando afuera de la casa. En eso llegó el gritón, lo vio desde el portón y dijo algo así como que “está gordo el cerdito”. Cuando Orlando lo escuchó, como si presintiera alguna intención oculta, vino corriendo para adentro de la casa, despavorido, como temiendo por su vida. Es cierto que es un gato macizo, pero no se parece en nada a un cerdito.

Un día, platicando con alguien de la familia de mi vecina, me enteré de parte de su historia. Él suele andar pidiendo en la Zona Rosa. En algunos de los restaurantes, le regalan comida. A veces duerme en los parqueos, donde algún vigilante le permite quedarse. La niña Albita lo vio por ahí y le llevó comida un par de veces. Después, el tipo comenzó a venir a los lados de Antiguo Cuscatlán. Un día la vio casualmente por acá en el portón y desde entonces convirtió la colonia en una de las estaciones de su peregrinar por la ciudad.

¿Saben dónde estaba ese hombre a la medianoche del 24 de diciembre pasado? Acá, en el portón de la colonia, esperando “su comidita”, mientras sonaban los cohetes de la celebración y el aire se ponía denso por el hollín de la pólvora quemada. También se dio una vuelta el 31 en la noche. Jamás había aparecido tan tarde, pero supongo que las fiestas le cambiaron su horario.

 Con frecuencia ocurre que estoy conectada, impartiendo alguno de mis talleres virtuales cuando él llega. Aunque estoy a una relativa distancia del portón, sus gritos son lo bastante fuertes como para ser escuchados por los participantes. Les explico la situación. Trato de abstraerme y de no perder la concentración, pero cuesta mucho ignorar el volumen de los gritos. “Tiene que escribir esa historia”, me dijo alguno de los talleristas. Y sí, ya andaba dándole vueltas a la idea desde hacía ratos.

Es posible que alguno de ustedes conozca a este mismo personaje o a otros semejantes. Por desgracia, este es uno de los cientos de casos de gente que vive en el desamparo absoluto en nuestro país, cuyos gritos de hambre no estamos escuchando.

Ayudemos cuando se pueda, con lo que se pueda, aunque sea a nivel individual. Es lo mínimo que podemos hacer.

(Publicado en sección editorial de La Prensa Gráfica, domingo 22 de mayo de 2022. Foto: Tanja Mason en Pixabay).

2 Comments

  1. Yanira Alonzo says

    me encanto!, creo que lo he visto…, trabajo por la zona rosa y siempre anda deambulando por aqui, estoy leyendo todas sus columnas recientes, que bonitas!, felicidades, que lindo escribe

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