Columna de opinión

La Callejera

Todo comenzó hace cosa de 5 o 6 años. Un día me asomé a la ventana que da a la calle de la colonia y vi a una gata tomando agua de la cuneta. El agua se miraba espumosa, es decir, parecía agua jabonosa, de alguien que estaría lavando algo.

Bajé de inmediato a sacarle un trastecito con agua limpia. Ella, huraña, salió corriendo al verme. Dejé el traste en el patio frontal, con la esperanza de que lo descubriera y tomara agua limpia.

La gata era lomo rayado en gris y pecho blanco. En mi mente la llamé la Callejera. Era frecuente verla en la colonia buscando comida, hurgando en el basurero o haciendo sus necesidades en los patios. Desde otra ventana de mi casa, también podía verla en un techo vecino. Más de una vez parió allí, debajo de una lámina inclinada.

Ella paría sólo para ver morir a sus hijos. Una vez crecidos, los críos comenzaban a moverse y algunos bajaban a la colonia. Morían mordidos por los perros, golpeados o envenenados. Más de alguno desapareció misteriosamente.

Comenzamos una relación complicada con la Callejera. Comencé a hablarle, como hago con todo animal. Le expliqué que no le haría daño, que le daría comida. Mi fantasía era hacerme amiga suya para lograr esterilizarla. Comencé a guardarle huesos o sobras y se las ponía en la cochera a la hora de la cena, que era cuando bajaba de su escondite y daba su vuelta por la colonia.

Me sentaba a verla comer, a hablarle. Quería que se diera cuenta de que podía ayudarla. Pero si yo movía un brazo o una pierna, ella salía disparada. Volvía siempre por el interés de la comida y del agua. Yo me adapté a su hosquedad. No perdía la ilusión de, algún día, ganarme su confianza.

En algún temporal, escuché su maullido. Siempre me anunciaba su presencia con un maullido. Me asomé a la cochera y la vi empapada de cabo a rabo. Fui a buscar unos trapos viejos. Ni hice el intento de secarla, porque de ella lo único que recibía eran gruñidos, siseos y miradas agresivas. Le puse los trapos en el borde de una ventana. Acurrucada en esos trapos, logró pasar aquel temporal. Después de eso, saqué una cama vieja de gato que tenía guardada y se la acomodé en la cochera, para que durmiera en las noches o madrugadas de frío.

Uno de sus hijos sobrevivió mucho más que los gatitos anteriores. Casi idéntico al color de su madre, lograba disimularse muy bien entre las plantas y los jardincitos. Se salvó por llorón y por arisco. Cuando la madre lo dejó a su suerte, el pequeño maullaba a gritos exigiendo comida. A él me lo traje poco a poco a la casa y lo llamé Orlando.

La gata se dio cuenta de que amparé a su crío. A partir de entonces, la muy inteligente decidió parir los hijos en el techo vecino y traérmelos, ya grandecitos, para que me hiciera cargo de ellos. Nada tonta la Callejera. Los dejaba en el jardincito del frente. Así fue como Orlando se encariñó con un hermanito de la siguiente camada y nos hicimos con Carboncito (mi querido gatito, desaparecido en la mudanza que tuve hace casi un año).

Cuando nos mudamos dentro de la misma colonia, la Callejera se fijó dónde era mi nueva vivienda y siguió buscándome para su cena y su desayuno. Seguía sin dejarse tocar. A veces se atrevía a entrar en la casa y yo la dejaba. Pero todo era inútil. Cualquier intento de acercamiento de mi parte culminaba en su carrera y muchos gruñidos.

La última vez que la vi fue hace cosa de dos meses. Estaba preñada, con una panza gigantesca, a poco de parir. Andaba en el jardín del frente, esperando agua y comida. Paría casi cada cuatro meses. A veces dos gatitos, a veces cinco. Era imposible pensar en agarrarla y esterilizarla. Aunque yo y una vecina le diéramos comida, ella estaba a su suerte.

Cuando paría, se desaparecía unos 3 o 4 días, pero luego llegaba puntual por su comida. Esta vez no volvió. A la semana de no verla, me extrañó y estaba pendiente de su retorno. Pero nada. Las vecinas me preguntaban por ella, porque sabían que yo la alimentaba. Comencé a contar el tiempo. Una semana, dos semanas, tres. Al mes la di por muerta. Con otra vecina especulamos que la habían envenenado, ya que uno de los perros de la colonia también había muerto por veneno. Pensamos que lo comido por el perro había sido puesto para matar a la Callejera.

Una noche soñé con ella. Había venido a buscarme a la cochera al frente de la casa, donde siempre comía. Con esa magia que ocurre en los sueños, ella me habló con su pensamiento. Me dijo que la había atropellado un carro. Me enseñó la patita frontal izquierda. La tenía doblada para atrás. Así y todo, andaba caminando. También me contó que se le había quedado atravesado un gatito a la hora del parto. Le vi la panza y podía verse algo horizontal en su barriga desinflada. Quería que la ayudara.

“Ajá bandida, sólo porque necesitás ayuda me buscás”, le dije. Era un reclamo cariñoso mío, de alivio de verla viva. Le dije que claro, que la ayudaría, que sólo iba por mis llaves y mi bolso. Entonces estiré la mano para tocarle el lomo. Me dejó acariciarla, mansita, dos, tres, cuatro veces. La acaricié hasta que me desperté.

Recordando lo soñado me dije que quizás sí, había muerto. Que la habrían atropellado o habría tenido un problema con el último parto, tal como ella me contó. Nunca lo sabré.

También pensé que, como dicen en mi pueblo, se vino a despedir. Y que dejarse acariciar por primera, por única vez en los cinco o seis años que le pude ayudar, fue su manera de decirme adiós, aunque fuera en sueños.

(Publicada domingo 8 de mayo, 2022, en la sección de opinión de La Prensa Gráfica. Foto propia).

1 Comment

  1. Salvador Camposvalle says

    Los animales tambien son creaciones de Dios, y quien entiende de su amor por sus creaciones, sabrá que tambien les ha guardado una casita en su reino. Por lo que la esperanza o deseo de poder verlos nuevamente cuando nos toque dar cuentas es lo mas normal; tambien podremos contar con su apoyo si es que hemos sido amables con ellos.

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