En 1978, la artista ucraniana María Prymachenko pintó un cuadro, con témpera sobre papel, al que llamó “Que la guerra nuclear sea maldita”. En el cuadro se mira un grotesco animal de color rosado, de cuyas fauces abiertas sale una serpiente verde con dos cabezas. En los costados del animal, hay varios elementos que parecen ser gusanos fosforescentes sobre un lomo lleno de ojos y cinco figuras puntiagudas que podrían ser lanzas o misiles.
Se cree que la obra, de colores fuertes y de estilo naif, fue uno de los cuadros destruidos el pasado 28 de febrero, cuando las fuerzas invasoras rusas en Ucrania incendiaron el Museo de Historia Local en Ivankiv, ciudad ubicada al noreste de Kiev y a 52 kilómetros al sur de la Central Nuclear de Chernóbil. Sin embargo, la fundación de la familia Prymachenko afirma que catorce cuadros pudieron ser salvados del fuego por un vecino de la localidad, aunque no quedó claro si esta pintura fue uno de ellos. El trabajo de Prymachenko es muy querido y respetado tanto en Ucrania como en el mundo internacional del arte. Pablo Picasso era gran admirador de su obra. La UNESCO declaró el 2009 como el año de María Prymachenko.
Otro sitio histórico que se confirmó estar dañado por los ataques rusos es el memorial a las víctimas ucranianas del holocausto nazi durante la masacre de Babi Yar en 1941, donde fueron asesinados más de 30.000 judíos.
Desde el inicio de la invasión rusa, los funcionarios del Ministerio de Cultura de Ucrania, directores de museos y espacios culturales de aquel país, se reunieron para tomar medidas de emergencia y proteger el patrimonio artístico y cultural. El ataque al museo de Ivankiv, una pequeña ciudad de casi 10,500 habitantes, dejó en claro que agredir los sitios y monumentos culturales es parte de las tácticas que los rusos no dudarán en implementar.
Algunos museos intentaron mover sus obras de arte a ciudades más cercanas a la frontera con Polonia, pero las interminables filas de vehículos que buscan salir del país han hecho lento este proceso. Algunos directores decidieron esconder las obras en los sótanos de los museos. En diferentes ciudades, funcionarios y ciudadanos han embalado y protegido monumentos y fachadas de algunos edificios históricos, con sacos de arena y otros materiales protectores.
Ucrania es un país con cientos de museos, tanto privados como estatales, que no sólo albergan obras ucranianas y rusas, sino también objetos clásicos bizantinos, pinturas de Giovanni Bellini, Francisco de Goya, Pedro Pablo Rubens y Jacques-Louis David, entre otros. Dicho país cuenta además con siete sitios declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, entre ellos la catedral de Santa Sofía en Kiev, la Residencia de los metropolitanos de Bucovina y Dalmacia, el Arco Geodésico de Struve y las Tserkvas de la región de los Cárpatos.
Aunque dichos lugares están protegidos por tratados internacionales, lo cierto es que la dinámica de la guerra no interrumpirá un ataque o una batalla por encontrarse en un sitio patrimonial. Las fuerzas rusas no dudaron en bombardear el teatro de Mariúpol, que albergaba a más de mil personas, entre ellas muchos niños, algo que había sido claramente señalado en las partes trasera y delantera del edificio. La palabra “niños”, escrita en ruso, era perfectamente visible desde el aire, según reflejan imágenes captadas por satélite.
La destrucción de obras de arte, monumentos históricos, plazas públicas y sitios patrimoniales es una agresión directa a todos los símbolos de identidad que representan a una nación. La destrucción y saqueo de obras de arte, objetos, estatuas, bibliotecas, cinematecas, hemerotecas y centros de documentación, entre otros, constituye no sólo un atentado contra el patrimonio de un país sino también contra el patrimonio de la humanidad. Dichos lugares conservan objetos únicos, cuyo valor trasciende lo monetario ya que son irremplazables.
Destruir ciudades, sus edificios emblemáticos y todo lo que representa el trabajo artístico, artesanal y cultural de un país implica una forma de borrar el pasado de una nación. Es un golpe moral y psicológico a sus habitantes. Destruir lugares y objetos de referencia de la memoria individual implica la desaparición del relato cultural colectivo.
Una eventual conquista de estos espacios, representa el dominio sobre el relato histórico de un país y, por lo tanto, incide en el poder de cambiar la narrativa que conforma la memoria y la identidad local. Es una forma de exterminación que permite a las fuerzas agresoras borrar y reescribir la historia, de acuerdo a los intereses de quien impone la fuerza.
El periodista Robert Bevan habla de ello en su libro La destrucción de la memoria, donde se analiza el uso de la destrucción de la cultura como un arma de guerra. Bevan, quien también es consejero de la UNESCO, señala que hay múltiples ejemplos de esto a lo largo de la historia: desde “la Noche de los Cristales Rotos” ejecutada por el nazismo en 1938 hasta la destrucción de los Budas gigantes de Bamiyán, ejecutada por los talibanes en marzo de 2001; desde la destrucción de las ciudades aztecas por las fuerzas españolas lideradas por Hernán Cortés hasta la destrucción de los monasterios budistas y la arquitectura tradicional del Tíbet por la guardia roja de Mao Tse Tung; desde la quema de la Biblioteca de Alejandría hasta el bombardeo de las principales ciudades alemanas por parte de los aliados durante la Segunda Guerra Mundial.
En una guerra, no importa el lugar del mundo donde ocurra, perdemos todos. Porque además de vidas humanas, lo que se destruye es parte del patrimonio mundial y del relato de nuestro devenir como humanidad. Es justamente en momentos como este donde se comprende mejor la importancia que tiene la cultura en la cohesión de un pueblo y cómo la destrucción de los bienes artísticos y culturales de una nación, se convierten en un eslabón perdido de la historia humana.
Pronta paz para Ucrania y demás países del mundo en conflicto.
(Publicado en la sección de opinión de La Prensa Gráfica, domingo 27 de marzo de 2022. Ilustración: “Que la guerra nuclear sea maldita”, tempera sobre papel, 61 x 86 cm. María Prymachenko).