Una noche de inicios de junio de 1904, un hombre de 22 años vagaba atribulado por las calles de Dublín, Irlanda. La madre del joven, Mary Jane Joyce, había muerto hacía poco tiempo.
La noticia del cáncer de su madre lo obligó a abandonar París, donde vivía, o mejor dicho, sobrevivía. El muchacho había partido con la ambición de estudiar medicina, pero el infortunio económico en el que cayó la familia a raíz del desempleo del padre, le obligó a dejar los estudios y a trabajar en oficios varios, ganando apenas lo necesario para pasar el día. A veces, ni para eso. Hubo muchos días de hambre y eso atribulaba a su madre en Irlanda, quien lloraba al recibir sus cartas.
Sus diez hijos y su esposo acompañaron a la mujer en sus últimas horas. Todos se mantenían de rodillas alrededor de su cama, llorando, todos menos los dos hijos mayores, James Augustine Aloysious y Joseph Stanislaus. El abuelo materno, al verlos todavía de pie, les llamó la atención. Aquella era una familia católica y creyente, pero los dos muchachos habían renegado de la religión hacía algunos años y se negaron a hacerlo.
Biógrafos y traductores de James Joyce aseguran que aquel gesto siempre sería recordado con mucha culpa por parte del escritor. La muerte de su madre lo descolocó de tal forma que no encontró más consuelo que vagar por las calles de la ciudad, como si caminar fuera a atenuar su dolor. Vagaba por las calles vistiendo un par de zapatos tenis sucios y una gorra de marinero. Bebía para ahogar sus penas y cantaba para ganar algunos centavos. James Joyce era tenor y su voz le hizo ganar incluso un festival de la Asociación Feis Ceoil, dedicada al rescate de la música irlandesa ese mismo año de 1904.
Aquella noche de junio, acaso atribulado por sus penas personales o aturdido por el alcohol o por una mezcla de ambos, vio a una muchacha en la calle que le llamó mucho la atención. Hay una leyenda confusa sobre el hecho, ya que se dice que la mujer iba acompañada de un soldado y que cuando Joyce se atrevió a lanzarle un piropo, el soldado le propinó un puñetazo y lo tiró al suelo. El hecho es que la mujer, llamada Nora Barnacle, quedó de verse de nuevo con Joyce pocos días después, pero ella lo dejó plantado.
Barnacle trabajaba como recamarera en el hotel Finn y Joyce logró quedar con ella para un nuevo encuentro, ocurrido el 16 de junio de 1904. La atracción fue mutua e intensa, pero no pasaron de conversaciones y de tomarse la mano.
Joyce se metió después en otro lío cuando, borracho, se agarró a golpes con un hombre en un parque. Un amigo de su padre lo aseó y lo curó. Después del incidente y siempre con problemas económicos, Joyce se fue a pasar unos días en la habitación de un amigo, ubicada en la Torre Martello. Dicha torre era una de cincuenta fortificaciones construidas en el siglo XIX alrededor de la costa irlandesa, veintinueve de ellas ubicadas alrededor de la Bahía de Dublín. Cuando las pequeñas torres ya no fueron necesarias como puntos de defensa militar, fueron abandonadas y utilizadas con otros fines. Una cuantas eran alquiladas como viviendas a personas de escasos recursos. La torre donde se refugió Joyce estaba ubicada en Sandycove, cerca de Dún Laoghaire. Quien vivía en ella era Oliver St. John Gogarty, entonces estudiante de medicina, quien se convertiría años después en una eminencia médica, además de político y escritor.
Una noche, apenas seis días después de la llegada de Joyce, se suscitó un altercado entre Gogarty y otro compañero de vivienda. Alguno de ellos disparó un arma y las balas dieron justo sobre unas cacerolas que colgaban sobre la cama donde dormía Joyce. Éste decidió salir esa misma noche y caminó hasta regresar a Dublín.
Harto de su situación, decidió abandonar Irlanda en octubre de 1904. Le pidió a Nora Barnacle que se fugara con él y juntos comenzaron una vida itinerante por el continente europeo. Pasaron por Londres y París, donde Joyce logró obtener algún dinero de algunos benefactores que habían leído sus primeros trabajos y que tenían confianza en su talento. Viajaron a Zúrich, Trieste, Venecia, Roma. Volvieron a Trieste, pasaron por Dijon y volvieron a París. En cada parada, Joyce se dedicaba a dar clases de inglés y a escribir de manera febril.
En una carta fechada en 1905 a su hermano Stanislaus, Joyce le comentó que trabajaba con entusiasmo en una nueva novela. Es posible que se refiriera a su obra monumental Ulises, aunque también trabajaba en un poema satírico, en los cuentos de Dublineses y en otra novela llamada Stephen Hero que, en su versión final, llegó a tener casi mil páginas mecanografiadas. Esta última nunca llegaría a ser publicada como tal. Los impresores se negaban a hacerlo aduciendo que, según las leyes inglesas, podrían ser demandados y encontrados responsables de publicar una obra que consideraron obscena y de “lenguaje indecente”.
Posteriormente, Joyce retomó aquella novela descartada para convertirla en el Retrato del artista adolescente, un trabajo semi autobiográfico donde aparece un personaje llamado Stephen Dedalus, su álter ego. Ya entonces era claro que no se trataba de un autor convencional, sino de uno que utilizaba el estilo indirecto libre para reflejar el fluir de pensamiento y que, para muchos lectores, resulta difícil de comprender.
La plena realización de su estilo literario tendría su culminación en la novela Ulises, otro texto de casi mil páginas, en el que retomó los diferentes hechos y personajes de su vida contados al inicio de este texto. Todo ello quedó inmortalizado en la narración del 16 de junio de 1904, día en el que transcurre la novela y que, cien años después de su publicación en 1922, es considerada como una de las grandes novelas del siglo XX.
(Publicado en la sección de opinión de La Prensa Gráfica, domingo 13 de febrero, 2022. Foto: James Joyce y Nora Barnacle. Autor desconocido).