Columna de opinión

Comer recuerdos

El otro día compré un par de granadillas. No porque sea una de mis frutas favoritas, sino porque cada vez que las veo, recuerdo a mi padre.

Crecí en El Salvador, en un entorno bicultural. Mi padre era salvadoreño y mi madre, alemana. Dos culturas con maneras muy diferentes de representarse en lo cotidiano. Mi madre regía en el entorno doméstico. Así es que las decisiones de lo que se cocinaba, se comía o cómo se hacían las cosas, las tomaba e imponía ella. Sin discusión alguna.

Mi madre no era la mejor de las cocineras. Algunos pocos platillos, como el goulash, el sauerkraut, las salchichas y, sobre todo, los pasteles, le quedaban espectaculares. Pero nos hacía sufrir con los bistecs de hígado, duros y con mal sabor, que nos obligaba a cenar con relativa frecuencia porque, según decía, “tiene mucho hierro”. Pero cuando estés en Roma, haz como los romanos. Mi madre no sólo probó y gustó de varios platillos salvadoreños, sino que adoptó algunos (los frijoles, el arroz y las tortillas de maíz), como infaltables en nuestra dieta. También aprendió a hacer tamales y atoles. Le quedaban espectaculares.

Sin embargo, las malas cenas superaban a las buenas, por lo que mi padre solía comprar comida durante las noches de semana. Eran las comidas típicas sin las cuales él no podía vivir. Esto era en los años 70, cuando todavía no existían cadenas de comida rápida. Abundaban las rosticerías, con los pollos en vitrina, haciendo su interminable danza giratoria alrededor del fuego y las papitas colochas conservaban su tostado bajo un foco encendido, dentro de cajones de vidrio. Sus olores impregnaban los atardeceres de la antigua San Salvador, junto al ruido que hacían las cortinas metálicas de los almacenes, al ser bajadas, y el piar insistente de los pájaros que anidaban en los árboles de los parques. Sí, aunque parezca increíble, alguna vez en los parques de San Salvador hubo abundantes árboles.

A mi padre le gustaban los panes con chumpe, con doble porción de berro y rábanos. Los compraba donde la niña Mariíta, en la colonia Modelo, un par de cuadras antes de llegar a la gasolinera y los multifamiliares. El comedor de la niña Mariíta era sencillo, con mesas y bancas de madera y una barra desde la cual atendía al cliente. A mi padre lo conocía desde hacía años. Lo que más me impresionaba de aquel comedor eran dos o tres grandes ollas de peltre azul que tenía sobre la barra y desde la cual servía los frescos del día con un cucharón de sopa. Me parecía gracioso que el fresco se sirviera con esos cucharones.

Uno de los grandes hobbies de mi padre era la jardinería. Le gustaba hacer injertos de rosas y de cítricos. También le gustaba sembrar árboles y arbustos que dieran frutas. Así crecí junto a un árbol de granadas y docenas de árboles de naranja, mandarina, mangos, nísperos, zapotes, matasanos y guineos. Manzanas rosas comíamos cuando íbamos al Parque Balboa y las recogíamos del suelo.

Algunas noches, mi padre llegaba con un botín de frutas. Granadillas, guanabas, anonas, nances, mamones, limas. Fuera de los zapotes y nísperos, las demás frutas no sedujeron demasiado el paladar alemán de mi madre. Decía que las limas eran demasiado perfumadas y secas, por ejemplo. Que no entendía por qué le gustaban a mi padre.

Cuando comíamos pollo rostizado y mi padre encontraba “el hueso de los deseos”, me lo ofrecía en silencio y jalábamos, cada quien por su lado, hasta romperlo. Él solía ganar. Yo argumentaba que mis dedos estaban grasosos y que por eso no podía afianzar bien el hueso. Él me enseñaba sus dedos, igual o más grasosos que los míos, y se reía.

A veces aparecía con pastelitos envueltos en hojas de huerta y mi madre le prohibía que me diera ni un pedacito porque, según ella, era comida sucia comprada en la calle, que me podía enfermar. En cuanto ella daba la vuelta, él me deslizaba un pastelito en el plato y me decía en voz baja que me lo comiera rápido, para que ella no se diera cuenta. Yo obedecía y nos sonreíamos, cómplices. Entonces mi padre me guiñaba el ojo. El secreto quedaba pactado.

Todos los panes dulces inventados jamás, llegaron a la casa en manos de mi padre, metidos en bolsas de papel manchadas con un parche de grasa o del dulce de la semita. Le gustaban en particular la poleada (nada relacionado con el atol), un pan alto, seco y con una capa de su interior ligeramente más oscura que la otra. Era nuestro pan dulce favorito. También le gustaba el pan blanco, unos pancitos simples que acompañaba con café con leche.

No lo supimos entonces, y estoy segura que ésa jamás fue su intención, pero a través de dichas comidas construí parte de mi identificación cultural como salvadoreña. Esos símbolos comestibles de nuestra identidad, ofrecidos por mi padre, se convirtieron en una forma de complicidad. Un pacto hecho a través de la función de proveer y alimentar que encarnan nuestros padres cuando somos pequeños. Una forma de compartirme la comida que, para él, era su raíz a esta tierra. Un gesto realizado sin intelectualización alguna, pero con un valor cultural trascendental.

Hace años que busco el pan de poleada, pero ya no se encuentra. Cuando pregunto por él en la panadería donde solíamos comprarlo, las muchachas que atienden me ofrecen el atol. Insisto en que hay un pan llamado así, pero ellas dicen no saber. Por suerte, hay otros alimentos que me recuerdan a mi padre. Siempre los compro por el recuerdo y, también, para cumplir con alguna forma de ritual personal.

Hoy que escribo esto, no recuerdo haber logrado mis deseos las pocas veces que gané al jalar el huesito de la suerte. Me pregunto si alguno de los deseos que pedía mi padre cada vez que ganaba, se convirtió en realidad.

Nunca lo sabré.

(Publicada en la sección de opinión de La Prensa Gráfica, domingo 7 de noviembre, 2021. Foto propia).

7 Comments

  1. María Fernanda Martínez says

    Hermoso Jacinta! Muchísimas gracias, tengo tantos recuerdos de comidas en la casa de mi abuela.
    Tengo un ritual con un gran amigo, cada vez que nos vemos, nos comemos juntos una minuta sentados en la acera del mismo lugar donde las comimos en la infancia y adolescencia…
    Como dice mi abuela, mientras tengo apetito por comer tendré recuerdos para vivir.

    Me tocó profundamente este escrito!

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  2. Qué belleza de relato, Jacinta. Los dulces que me hacen recordar a mi padre son las rosquitas, elaborados con manteca, y el manjar blanco, ambos de Cajamarca (Perú). Saludos.

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