Me siento ante la pantalla del computador, con una confusión mental que no sé cómo desenredar. Quiero hablar de varias cosas diferentes pero este enredo de emociones me tiene pensando muchas cosas que se me imponen.
Quisiera escribir sobre la construcción de la nueva Biblioteca Nacional, donada por el gobierno de China, pero que implica la demolición del edificio actual, ubicado en el perímetro de lo que llamamos Centro Histórico. Quiero saber por qué es obligatorio que la biblioteca esté exactamente en el mismo lugar, pudiéndose construir en otro punto de la ciudad, más accesible al público, y sin tener que derribar un edificio que es Patrimonio Nacional.
Quisiera escribir sobre el proceso de renovación de las Casas de la Cultura, sobre la creación de diez redes nacionales de bibliotecas y sobre el llamado “proceso de descargo” de las actuales bibliotecas de dichas Casas. Como eso incluye descartar libros “deteriorados por antigüedad, plagas y humedad” (según un memorándum que fue conocido en redes sociales), existe la preocupación de que, en dicho proceso, se terminen descartando libros de valor histórico, editorial y cultural.
Quisiera escribir sobre la resolución firmada por la Directora de Patrimonio Cultural del Ministerio de Cultura, mediante la cual quedan sin efecto las medidas de protección de terrenos dentro del sitio arqueológico de Tacushcalco y que permitirá que continúen las construcciones de complejos habitacionales en el lugar, por parte de una empresa privada.
Pero pasan tantas cosas al mismo tiempo, que cada vez es más frecuente mi sensación de déjà vu. Todos los días, desde hace algunos meses, me digo a mí misma: “esta película ya la vi, esta película no me la tienen que contar”. Pienso en mi infancia y mi adolescencia, con el ruido del clamor social en las calles, las muertes, los desaparecidos, los exiliados, los presos, los torturados, la censura, las bombas, los enfrentamientos, los sabotajes, el dolor, la rabia, la pena sin fin.
En los últimos quince días, también recordé cuando volví al país, después de doce años de ausencia, el 16 de enero de 1992. Me sorprendió que todo pareciera normal, que no hubiera un aire general de júbilo y de alivio por la anunciada paz, que la ciudad estuviera intacta e irreconocible con sus nuevas construcciones, como si no se hubiera sufrido una guerra durante una docena de años. Mientras el cantante venezolano José Luis Rodríguez, alias “El Puma”, cantaba el “Himno de la alegría” en El Salvador del Mundo (parte de las actividades públicas por la firma de los Acuerdos de Paz), el tráfico de los carros y los buses alrededor era el mismo, como si no importara. La vida seguía su curso. No había tiempo para detenerse a pensar en lo que significaba aquel día. “Si no trabajo, no como”, pensará alguno.
Me pregunté si no fue justo entonces que comenzó nuestro fracaso en la fundación de un sistema democrático sólido. En la indiferencia. Porque mientras ocurren hechos que son de interés y consecuencia nacional, la mayoría sigue con su vida y sus asuntos como si no les importara, confiando en que todo estará bien y que ya se resolverá todo.
Me repetí a mí misma, que más de 75.000 muertos y 10.000 desaparecidos fueron en vano. Es un pensamiento tristísimo, lo sé, y lamento tener que decirlo en voz alta, pero es lo que siento. Hice, además, por enésima vez, el inventario de mis propias pérdidas y los dolores permanentes que tenemos quienes vivimos aquellos años. Esas pérdidas que no entran jamás en ninguna estadística ni en ningún recuento de daños. Pérdidas que a nadie importan, pero que no por eso son menos reales ni dejan de existir o doler.
Me interesa comprender qué fue lo que se hizo tan mal en el pasado, qué nos trajo hasta este momento. ¿Será que fracasamos porque estábamos tan agotados, exprimidos por la guerra y sus rigores, que no tuvimos fuerza para impulsar, de manera consecuente, los cambios sociales que necesitamos? ¿Será que quisimos creer que a partir de entonces inventaríamos un nuevo país y una mejor forma de hacer las cosas, y que eso ocurriría de manera automática, sin activa participación ciudadana? ¿Será que creímos que podríamos hacer borrón y cuenta nueva sin una desprogramación ideológica y cultural del discurso de odio que tanto daño nos ha hecho y que continúa activo en nuestra sociedad? ¿Será que la guerra misma y el militarismo de los años anteriores, implantaron en nosotros el hábito de creer que cuando se trata de cosas del gobierno, es mejor no involucrarse en nada, porque te puede “pasar algo malo”? ¿Será que fracasamos porque no quisimos hablar de la guerra, porque no hablamos lo suficiente de ella, porque pensamos que ignorar el pasado sería suficiente para que la sociedad sanara psicológica y emocionalmente? ¿Será que fracasamos porque no exigimos nunca una corrección profunda del rumbo y nos sentamos nada más a ver lo que pasaba, callando y acumulando rabia, hasta que se convirtió en el veneno colectivo del presente? ¿Será que fuimos ingenuos, perezosos, cobardes o que “nos hicimos los locos”, dejando que otros resolvieran los asuntos de nación? Ya es tarde para saberlo.
Están pasando muchas cosas, a un ritmo tan acelerado, que no se ha terminado de procesar algo cuando ya tenemos el próximo asunto encima. Supongo que ésa es la causa por la que en los últimos quince días he sentido una mezcla cotidiana de tristeza, rabia, impotencia, confusión, temor, hartazgo, pérdida, desesperanza y frustración.
También siento preocupación, mucha, porque no hay voluntad de diálogo, voluntad de escuchar, voluntad para comprender errores y enmendar. Hay tanto resentimiento y violencia en el ambiente, que muchos justifican como prioritario satisfacer sus ansias de revancha, aunque ello arrastre consigo a justos y pecadores.
No sé qué más decir. Hoy reina la confusión, mañana la tristeza, pasado la indignación y después, quien sabe. Así se malvive en esta montaña rusa de emociones contradictorias en que se ha convertido el país.
(Publicado en la sección de opinión de La Prensa Gráfica, domingo 12 de septiembre, 2021. Ilustración de Layers en Pixabay).