Apareció muerto frente a la puerta que da al patiecito. Me fascinó el azul tornasol del cuerpo, el tono dorado oscuro de la parte inferior de sus alas, el gris plomo de lo demás. Sus seis patitas estaban dobladas sobre su abdomen. Eran segmentadas, con una espuelita al final de cada segmento. Las puntas de las patitas eran rojas. Parecían zapatitos. (Sí, todo era chiquito, diminuto).
Cuando lo puse en mi mano, me dio la impresión de que la parte superior era un pedazo de armadura. Me pareció ver un pico de ave y un par de ojos. Pensé en las máscaras que usaron los médicos de la peste negra.
Si el insecto estuviera vivo, no hubiera podido ver su interior tornasolado. Su belleza estuvo reservada para quienes pudieron verlo en vuelo. Abriría sus alas grises al volar y el azul, jugando con el sol, lanzaría mensajes en clave morse de tornasol.
Acaso en la agonía, el insecto extendió sus alas una última vez. Volar para despedirse del viento. Volar para despedirse del mar.
Murió con las alas abiertas en la fantasía de ese intento. Si el insecto no hubiera muerto, no hubiera mostrado la belleza que albergaba bajo su gris exterior.
¿Será morir una forma de volar? ¿Es volar otra forma de morir?
Un soldado muerto a mi puerta, a mis pies.
Un soldado tornasol, con el azul de la desgracia.
Con el oro del dolor.