Gabinete Caligari

Un año más sin ti

Cada fin de año, mi padre nos mandaba a Estados Unidos a visitar a mi tía, la hermana de mi madre. El viaje duraba lo que las vacaciones escolares de entonces, tres meses completos. Visitamos varias veces Fayeteville, en Carolina del Norte, porque mi tío, quien era Boina Verde, estaba estacionado en la vecina Fort Bragg.

Él murió en una emboscada, en un río de la provincia de Kien Giang, durante el que sería su último servicio en Vietnam, en 1971. Un par de años después, mi tía se casó con otro militar y debido a los cambios de base a los que era asignado, viajamos a varias ciudades de la costa este.

Esos viajes de fin de año duraban tres meses porque, según mi padre, no valía la pena hacer un esfuerzo económico tan grande para estar allá unas pocas semanas. Su sacrificio personal era doble, porque además de lo económico, también se resignaba a pasar sin su familia la Navidad y el Año Nuevo.

Después de la muerte de su hermano a fines de 1970, mi padre se quedó sin familia. No tenía ningún pariente vivo. Ninguno. Mi madre, mi hermano y yo éramos todo. La sección más numerosa de nuestra familia eran los escasos miembros de mi lado materno alemán. Escasos, porque la mayoría perecieron durante la Segunda Guerra Mundial. De esa rama de la familia sobrevivieron solamente 5 personas, una de ellas, mi madre.

Las demostraciones de afecto nunca fueron usuales entre nosotros, sino más bien, todo lo contrario. No recuerdo que hayamos hecho una llamada telefónica en Nochebuena o Año Nuevo para saludar a mi padre. Durante esos tres meses, mis progenitores intercambiaban cartas por correo postal y nada más.

Fue en aquel tiempo cuando comencé a detestar todo tipo de festividades, desde los cumpleaños hasta las navidades, porque todo terminaba siempre en terribles dramas familiares, con gritos, insultos, lágrimas y golpes incluidos. Esos “festejos” eran motivo de estrés para todos, en especial para mi madre, mi pobre madre quien, traumatizada por oscuros eventos de su pasado, vivía alterada y furiosa siempre.

La cena y los juguetes de la Nochebuena, o cualquier ocasión similar, siempre tenían un sabor amargo. Nunca pude comprender el motivo por el cual, si todos decían que ésta es “una temporada para ser felices”, yo me sentía tan miserable. Por las noches, en vez de jugar con mis primas, optaba por acostarme temprano. Prefería tratar de dormir, aunque no tuviera sueño, a tener que seguir fingiendo que éramos una familia feliz. Entonces, metida en la cama, trataba de imaginar qué estaría haciendo mi padre en ese momento, acá en El Salvador.

Cuando se lo pregunté a él, luego de regresar, no me dijo mucho. Era un hombre de pocas palabras. Así es que se lo pregunté a la señora que hacía los oficios domésticos en la casa. Me contó que se quedaba solo, sentado en el comedor. Cenaba algo, se tomaba un par de copas de champán. Luego, se sentaba junto al tocadiscos y tocaba, una y otra vez, la misma canción: “Un año más sin ti” de Javier Solís. Se acostaba muy tarde. Al día siguiente, se quedaba en su sillón leyendo o se iba a caminar en el naranjal que teníamos. Ella decía que nosotros le hacíamos falta. Me lo decía en tono de reproche, como acusándome a mí por dejar a mi padre solo durante esas “fechas familiares”. Como si yo tuviera alguna capacidad de decisión sobre ello.

Saber a mi padre solo en fin de año era coherente con él. Nunca fue un hombre de fiestas y tampoco de tener amigos. Lo que no entendía era el significado de la canción. Sabía, o intuía, que no era por mi madre. Creo, ahora lo comprendo, que aquella canción era para su esposa anterior, una mujer que murió (según recuerdo) en 1959 y que lo dejó sumido en una tristeza que nunca superó. Esa mujer fue su único, su auténtico amor.

No sé si es por el recuerdo de aquel hombre solitario añorando a su amor perdido para siempre o si es por la violencia intrafamiliar con la que están contaminados demasiados recuerdos de mi vida; pero cuando llegan los días de fin de año, siempre me identifico con las personas para quienes, por un motivo u otro, estos días son tristes, conflictivos, violentos, incómodos o simplemente un día como cualquier otro, sin nada que festejar, porque los malos recuerdos de las navidades pasadas dejaron llagas que no cerrarán jamás.

Los niños y adolescentes que son violentados por sus progenitores o familiares y que viven su calvario en silencio, porque no tienen a quien confiar lo que les pasa, o porque cuando lo hacen, nadie les cree. Las familias que tienen a algún miembro desaparecido, sea en los caminos de la migración o en los territorios de la violencia. Las personas que duermen en la calle o bajo los pasos a desnivel de nuestras gloriosas y millonarias carreteras. Los que permanecerán junto a la cama de un pariente agónico. Los que recibirán la noticia de la muerte de un ser querido. Los que deben trabajar, hacer turno en lugares que siguen funcionando porque se necesita que alguien esté allí siempre, al pie de un motor, de un circuito, de un hospital, de una cárcel, de un aeropuerto, de un call center, de un taxi, de un periódico, de una unidad militar. Los abandonados a su suerte por una sociedad que ha perdido la capacidad de compasión y que mirarán las luces de las fiestas, a lo lejos, sintiéndose expulsados del baile de la vida. Los que viven en el sótano del infierno, alimentando la caldera del diablo. Los solitarios, los corazones rotos, las almas quebradas. Los suicidas. Los que ya no tienen nada que perder, porque ya lo perdieron todo.

Para ustedes, esta columna y toda mi empatía. Comprendo y comparto el sentimiento.

(Columna publicada en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 20 de diciembre 2015. Foto de Brian Talbot, licencia CC BY-NC 2.0).

5 Comments

  1. Sonia Guirola says

    Gracias por compartir algo tan íntimo. La empatía es mutua, Es muy difícil pasar una temporada festiva, cuando en realidad tenemos muy poco para celebrar, Personalmente, tengo una visión de compromiso con estas fechas en deferencia a los niños y jóvenes de la familia. Igual me invade una profunda melancolía cuando llegan. Suerte que ocurren una sola vez al año.

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