Existe un concepto alemán llamado Weltschmerz, una palabra que significa, literalmente, “dolor de mundo”. Se atribuye la invención del término al escritor alemán Jean Paul Friedrich Richter, que lo utilizó en su novela inconclusa Selina o la inmortalidad del alma, publicada en 1827, de manera póstuma. La expresión fue utilizada por autores como Heinrich Heine, Lord Byron y varios escritores románticos, quienes encontraron que el concepto se ajustaba de manera perfecta a su visión pesimista de la vida. También ha sido utilizado por autores como John Steinbeck, Ralph Ellison y Kurt Vonnegut.
Weltschmerz es el dolor y la tristeza producidos por el contraste entre nuestra idealización del mundo y la realidad. Fue hacia 1847 que el escritor alemán Julian Schmidt agregó a ese sentimiento, el dolor del amor irrealizable y la melancolía ante el drama propio.
Pero mientras que el pesimismo se construye a través de deducciones racionales y lógicas, el Weltschmerz es una reacción estrictamente emocional. Es un sentimiento que a su vez abarca otros y que es provocado por lo que ocurre en el entorno, al mismo tiempo que en la vida íntima del individuo. Además de la melancolía, el Weltschmerz incluye su respectiva dosis de impotencia, frustración y resignación, porque la persona comprende que su ideal del mundo es irrealizable y que no hay nada que pueda hacer al respecto.
Mientras escribo estas líneas, Francia está bombardeando las posiciones de ISIS en Siria, como respuesta al atentado sufrido en París, el pasado viernes 13 de noviembre. Este evento es la culminación de una semana que, junto a otras noticias nacionales y algunos eventos personales, me impactaron de varias maneras y me hicieron pensar en muchas cosas.
Una amiga me sorprendió contándome sus preocupaciones sentimentales; otra estalló en llanto cuando una conversación de intención literaria, se desvió para hablar sobre la soledad y el vacío en su matrimonio. Las penas de ambas reflejan algunas de las mías. Así es que lloramos como si fuéramos plañideras egipcias acompañando el cortejo fúnebre de algún faraón.
(Hago una pausa aquí, para indicar que el soundtrack de esta parte de la columna es una canción de Eric Clapton, cuando tenía un grupo llamado Derek and The Dominos; la canción es de su extraordinario disco de noviembre de 1970, Layla and Other Assorted Love Songs: “Why Does Love Got To Be So Sad”, ¿por qué el amor tiene que ser tan triste? El título de la canción lo explica todo. Y ahora, continuamos):
El llanto y el insomnio que ando desde hace varios días culminó con una súbita y violenta migraña el viernes 13 por la tarde. Tuve que acostarme un rato. “El rato” se transformó en una hora de sueño profundo. Mientras dormía, más de 100 personas eran asesinadas en París. Estaba atontada todavía por los analgésicos y lo primero que pensé al ver la noticia fue que “no me puedo ir a acostar ni un ratito porque la humanidad aprovecha para descomponerse bien recio”.
Durante esa misma semana, un escritor salvadoreño huyó del país y solicitó asilo político en España, debido a amenazas de muerte recibidas por publicar una novela sobre uno de los muchos episodios dolorosos de nuestra guerra. Este y otros eventos mundiales y nacionales (algunos de éstos últimos tan lamentables y ridículos, que ni pienso mencionarlos) han sido de inmediato acompañados por las opiniones, los expertos, los que condenan, los acusadores, los que advierten, los sarcásticos, los comisarios de la corrección política, los poseedores de la verdad absoluta, los que saben más que nadie, los analistas, los que se burlan “porque vos ni siquiera has estado en Europa”, los que te acusan porque no decís nada, los insensibles, los troles, los “te lo dije”, el odio, la raza, la religión, la nacionalidad, la ideología, el sexo, la edad, las metidas de pata, el que grita más alto, el que debe tener la última palabra en la discusión, el “opínalo todo”, el recordatorio de otras masacres en otros países (como si hubiera necesidad de armar un top ten de las peores masacres del mundo), como si los muertos de una tragedia fueran más valiosos que los muertos de otra tragedia, en otra parte o circunstancia del país y del mundo.
En cada una de las situaciones y noticias que me impactaron esta semana, desde las amigas que me abrieron su corazón hasta los eventos nacionales e internacionales más resonantes, me hice y me sigo haciendo las mismas preguntas: ¿qué es lo que está pasando? ¿Qué nos pasa? ¿Cuándo, en qué momento, se nos olvidó ser humanos? ¿Cuándo nos convertimos en nuestro propio peor enemigo? ¿Y por qué lo somos? ¿Es ésta la humanidad que queremos construir? ¿Es ésta la humanidad que queremos heredar, una humanidad indiferente, dura y cruel, sin sentimientos, donde lo único que importa son las apariencias, la mezquindad, las posesiones y no el afecto, la calidez, la solidaridad ni los valores humanos? ¿En qué nos estamos transformando? ¿Por qué somos tan crueles? ¿Por qué nos empeñamos en dañar y en destruir a los demás? ¿Por qué antes de actuar, no pensamos en las consecuencias del daño que vamos a ocasionar? ¿Por qué no vemos el denominador común que nos une a todos? ¿Por qué no logramos pensar en los demás como humanos, por sobre todas las cosas, así, sin viñetas ni categorías ni clasificaciones?
Para el sábado en la tarde, no tenía duda alguna de que lo que estoy sintiendo desde hace rato es Weltschmerz, dolor de mundo, puro y duro. Y como tantas otras veces anteriores, me vuelvo a preguntar qué puedo hacer como escritora, cuando lo único que tengo es eso, un montón de preguntas sin respuesta y el sentimiento abrumador de que fracasamos como especie y de que nuestra aniquilación, por nuestra propia mano, es inevitable.
Lo único que puedo hacer es escribirlo, decirlo en voz alta, aunque no sirva para nada, ya sé, porque pues sí, el Weltschmerz.
(Publicado en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 22 de noviembre 2015. La ilustración es un cuadro del pintor alemán Caspar David Friedrich, Der Wanderer über dem Nebelmeer).