Gabinete Caligari

Currucucucú

Estoy lista para sentarme a escribir esta columna. Reviso apuntes. Trato de aterrizar uno de los tres temas que tengo en mente. Abro la plantilla correspondiente en la compu. En ese momento, una paloma de monte aterriza en el balcón de la ventana que tengo junto a mi escritorio.

Me quedo inmóvil, con los dedos sobre el teclado, viéndola. Ella ladea la cabeza con movimientos cortos, intentando ver hacia adentro a través del vidrio cerrado. Me pregunto qué pensará la paloma al ver dos paredes forradas de libros y un par de sillas. Se preguntará por la falta de árboles, por la falta de agua, por la falta de flores.

La paloma voltea ahora hacia la calle. Sigo quieta, observándola, tratando de imaginar lo que piensa. Algo en su actitud me hace creer que anda construyendo nido. Que busca materiales que le sean útiles.

Pienso en una paloma de la misma especie que estaba echada sobre su nido en un árbol de arrayán. La vi hace un par de semanas en el jardín de la casa de Alguien. Sentados sobre la grama, le conté a Alguien sobre la guacalchía que hizo su nido en el cruce de cables de un poste a la par de mi casa y que cada tarde, puntual a las 5:20, llega al cable más cercano, parlanchinea un rato como sólo una guacalchía sabe hacerlo (con aquel ahínco, con aquella alegría), y salta hacia adentro del nido como si fuera un conejito entrando en una cueva. Pocos minutos después, silenciosa, aparece la pareja de la guacalchía, igual de vigilante e inquieta, pero silenciosa, deslizándose adentro del nido para dormir la noche, a pesar del tráfico y del brillo del alumbrado público.

También le conté a Alguien sobre los benteveos que han construido su nido en uno de los tubos de un anuncio monumental que tengo aquí, a un costado de la casa, como un péndulo mortal que nos amenaza de forma permanente. Maldita vida urbana. Es por ello que ahora el pajarito de la montaña ya no hace en el hueco de un árbol su nido matinal sino en el hueco de un tubo metálico, en el nudo de los cables telefónicos, en los aleros de las casas, en los cielos rasos perforados, entre hierro y concreto.

Se me olvidó contarle a Alguien que cuando estuve becada en Alemania y vivía rodeada de bosques, una familia de gorriones decidió hacer su nido en el alero de la ventana, en el piso donde vivía. Yo me peinaba, sentada sobre el marco de la ventana, así toda lánguida, con síndrome de Lorelei, la sirena que sentada sobre una roca en el río Rin, canta una tonada que seduce y desgracia a los navegantes mientras peina sus dorados cabellos.

El pelo que quedaba en mi peine lo tiraba al suelo. Después vi a los pájaros recogiendo las hebras y llevándolas al nido en construcción. Cuando el primer intento de nido se les cayó, lo examiné en el suelo y descubrí los negros hilos de mi pelo entretejido con ramitas, hojas secas e hilos de colores. Me pareció extraño, eso de convertirme en parte del nido de un pájaro. Pero a la vez me gustó. Sentí orgullo. Aquellos pajaritos serían mis hijos también. Mis cabellos serían partícipes.

Los gorriones hicieron un segundo nido casi en el mismo lugar. Viví de cerca todo el proceso. Pusieron sus huevitos, los calentaron. Ambos gorriones iban y venían cuando había que traer alimentos. Ambos se engrifaban todo lo que podían para darse calor mutuo en los días húmedos y fríos. Me conmovió la lealtad y la diligencia con la cual ambos asumieron la tarea. Debo recordar decirle a Alguien que cuando pienso en cosas así, en la exactitud de los ciclos de la naturaleza (como el ciclo de las chicharras, por ejemplo), me rindo asombrada ante la vida y su misterioso funcionamiento.

La paloma que me puso a divagar en todo esto se ha movido hasta donde estoy, en una parte de la ventana donde tengo una cortina. Veo su silueta a mi derecha. Parece que ella no me mira a mí. Sigo quieta. No quiero espantarla. Se me antoja fotografiarla. Mientras preparo el celular que por suerte tengo a mano, la paloma empieza con su currucucucú, así, bajito, suave, como un murmullo, como si me estuviera contando un secreto, como si hablara del cansancio de vivir. No canta para el vecindario: canta sólo para mí.

Escucho. Paralizada. Cada cucucú, suave, cadencioso, bajito. Veo cómo la silueta se contrae y se expande para emitir su canto. Cómo se acomoda más y más en el borde de la ventana y cómo examina todo, siempre alerta ante cualquier peligro. Canta y me conmueve y pasan los minutos y ella sigue cantando, seductora.

Entonces pasa el paletero. En pleno fuego de las dos de la tarde. Sonando unas campanas que interrumpen con violencia aquel cadencioso currucucucú con el cual la paloma me tenía hechizada.

La paloma calla. Se mueve inquieta, nerviosa. No le quita el ojo a ese odioso artefacto que emite un sonido tan brutal, destemplado y falto de ritmo como es la campana del paletero. (No es nada contra usted, señor paletero; al contrario, todos mis respetos por andar en ese fogonazo vespertino vendiendo paletas. Usted es un héroe).

La paloma permanece quieta y echada junto a la ventana. El paletero entra y sale de la colonia. El sonido de la campana se disipa y se diluye con el ruido del tráfico. La paloma permanece en la ventana pero ya no canta. Sólo observa. Minutos después, se va.

Hay escritores que dicen que no les gusta trabajar junto a una ventana porque les distrae demasiado. Por lo contrario, yo no podría escribir si mi escritorio no estuviera junto a una ventana. Porque cuando menos se espera, la vida misma se sienta en tu balcón y te canta, te cuenta historias, te muestra su entraña palpitante.

(Publicada en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 19 de abril 2015).