Buscando algo en unas cajas llenas de papeles, encontré lo que pensé perdido: fotos de los años 80, de cuando trabajaba en Río San Juan, Nicaragua. La emoción duró poco. Cuando las saqué del sobre, descubrí que estaban pegadas. Ni siquiera hice el intento de separarlas porque temí se dañaran aún más. Sólo podía consolarme viendo la foto de encima, también dañada: se ve a un hombre alto y flaco llamado Donald, un panguero que me acompañó numerosas veces en mis viajes de trabajo por el río; yo a su lado, con un cigarro en la mano izquierda y con unas botas militares coreanas que me ponía para andar por aquellos parajes. Estamos en el muelle de El Castillo de la Inmaculada Concepción. Detrás nuestro está el río.
Lamenté no poder salvar esas fotos. Ya están desteñidas, pero si lograra separarlas, podría escanearlas y guardar un archivo digital de ellas, para no perderlas del todo. Para aunque sea imaginar los colores y reconstruir el recuerdo cada vez que las vea.
Soy de la generación de cuando pocas personas tenían una cámara; de cuando tomar una fotografía implicaba tomar un rollo entero (de 12, 24 o 36 tomas). De cuando se vivía el ritual de esperar al revelado. La ansiedad de tenerlas. Recordarle a mi padre que no se olvidara de recoger las fotos. Por fin tenerlas en casa. La decepción de que alguna saliera borrosa o mal encuadrada. Verlas un par de días. Colocarlas en un álbum. Sacar el álbum para ilustrar una plática. Reír con las fotos. Llorar con los recuerdos de los que estaban en la foto pero ya no en la vida.
Mi padre era aficionado a la fotografía. Tenía varias cámaras que él compraba en las casas de empeño del centro de San Salvador. Estaba además suscrito a una revista llamada Modern Photography que recibía cada mes desde los Estados Unidos y que él estudiaba, como si entre sus páginas pudiera encontrarse la clave para descubrir el Santo Grial.
Yo era una de sus principales víctimas, el sujeto de sus experimentos fotográficos. Quizás es por eso que ahora de adulta no me gusta que me tomen fotos. Por el exceso al que fui sometida. Además, siempre me ha causado inquietud que me fotografíen, nunca he entendido bien por qué. Algunos pueblos indígenas creen que la fotografía roba una parte de tu alma. Que succiona tu energía. Que lo mejor es no tomarse fotos.
Por motivos ajenos a mi voluntad, no tengo ninguna de aquellas fotos tomadas por mi padre. Me daría curiosidad verlas de nuevo para refrescar la memoria, para recordar la disposición de los muebles en los cuartos de la casa, para recordar alguno de mis muñecos de peluche o los cuadros que tenía colgados mi padre en las paredes de su oficina.
Algo había de especial en la fotografía de aquel tiempo. Tomar una foto era un acto celebratorio. Era un ritual social practicado en fiestas y ocasiones especiales. Se tomaban fotos de circunstancias que podrían ser emblemáticas en la vida de una familia o persona. El inicio de un viaje. Los primeros pasos de un niño. La foto de graduación. El carro recién comprado. Las mascotas. Los novios. Los difuntos.
Había partes del mundo que todavía nos eran ocultas. Imaginábamos. Soñábamos. La descripción de un lugar como Tahití encendía nuestra imaginación y nos convertía en pintores mentales. Las radiofotos de los periódicos nos hacían sentir una incomprensible cercanía con el mundo exterior. En el mundo pasaban cosas importantes y nosotros las conocíamos a través de las páginas del periódico impreso, de sus textos, de sus fotos. Fuimos modernos.
El mundo ha cambiado a una velocidad de vértigo. Cuando pienso en cómo eran las cosas durante mi infancia, las siento como un mundo extraño, más silencioso, menos agitado, menos pervertido. No quiero decir que era un tiempo mejor, porque para el país no lo era, se sentía en el ambiente. Un largo atraso en dar a conocer los resultados finales de las elecciones, por ejemplo, daba lugar a especulaciones y temores de todo tipo. Los militares estaban en alerta máxima. El ambiente se ponía muy tenso.
Los tiempos han cambiado, sí señor.
Ahora es raro que una persona no tenga un aparato que llamamos “teléfono” pero que en realidad usamos para muchas otras cosas, como por ejemplo, tomar fotos y ponerlas a disposición de la humanidad completa. Fotos lanzadas al ciber océano, como mensajes de soledad en una botella transparente. Para que floten ahí, en la vasta eternidad de internet.
La foto digital no se decolora ni se pega con otras. La imagen permanece en álbumes cibernéticos, a la espera de la mirada de un desconocido que tendrá atisbos a las circunstancias de tu vida. Ahora se toman fotos en cualquier situación, de cualquier objeto, de todo lo que pasa. El exceso de imágenes nos ha convertido en voyeuristas obligados. La privacidad del individuo y la selectividad de lo digno de fotografiarse, son nociones que agonizan.
En un mercado de pulgas, en Berlín, Alemania, encontré un puesto que entre muchos objetos y muebles que vendía, tenía varias cajas llenas de fotos. Valían pocos centavos cada una. Hurgué en algunas preguntándome por sus dueños. Parecían fotos tomadas entre los años 50 y 70. Pensé que sus dueños estarían muertos y que las fotos habrían sido vendidas junto con lotes de muebles u objetos usados de los cuales se nutren estos mercados.
Me apenó hurgar en la intimidad de los demás. No sólo por ver imágenes privadas de vidas ajenas, sino porque la memoria de una familia desconocida estuviera siendo vendida como curiosidad de feria. Como un objeto antiguo, obsoleto, desacreditado por el paso del tiempo y por el deterioro físico.
Una fotografía es documento, testimonio, comunicación, pedazo de memoria, búsqueda estética. Algo que se nos olvida demasiado a menudo gracias a la actual banalización de la fotografía y la facilidad para tomarlas, guardarlas y compartirlas.
(Publicada domingo 5 de abril 2015 en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica).