Enero es un mes que tiene una profunda importancia en la historia de El Salvador. Tanto así que bien podría considerarse como el mes de la memoria histórica.
En enero de 1932, un levantamiento de indígenas y campesinos culminó con una matanza cuyo número de víctimas anduvo entre los 10.000 a 30.000 muertos. Es posible que jamás sepamos el número exacto. Esto constituyó un trauma social por la complejidad de sus consecuencias, que se sienten hasta el día de hoy: desde la exterminación sistemática de cualquier y toda persona que fuese indígena o considerada comunista, hasta la cultura de silencio en la que hemos crecido y continuamos viviendo.
El 22 de enero de 1980, miles de personas se manifestaron por las calles de San Salvador, manifestación que terminó con un ataque armado de las fuerzas de seguridad. La marcha había sido convocada por la Coordinadora Revolucionaria de Masas, que amparaba a cuatro organizaciones sociales, entre ellas el Bloque Popular Revolucionario (BPR) y las Ligas Populares 28 de Febrero (LP-28). Se calcula que hubo 33 muertos y numerosos heridos. Esta masacre fue una gota de sal sobre una herida que ya estaba purulenta desde años atrás, cuando comenzó la represión y eliminación de los enemigos políticos del gobierno mediante los Escuadrones de la Muerte.
El 16 de enero de 1992 se firmaron los Acuerdos de Paz que pusieron fin a la guerra de doce años, la misma que comenzó en aquel 1980 de la masacre anterior. Las armas callarían. Estábamos ante la oportunidad de construir una nueva y mejor sociedad. 75.000 muertos, miles de lisiados de guerra y desaparecidos fue el saldo de aquella década de los 80. Otro trauma no sanado.
El 13 de enero del 2001, un terremoto de 7.7 grados afectó al país, dejando casi mil muertos y miles de personas heridas o desamparadas, así como incontables daños en infraestructura. Ese mismo mes y año entró en vigencia la dolarización del país.
Todos estos sucesos marcaron a nuestra sociedad no solamente por la cantidad de víctimas, sino por el trauma colectivo que derivó de cada uno de ellos. Pero el paso del tiempo y el poco valor que se le atribuye a la memoria histórica en este país, están disipando su importancia.
Los eventos históricos no están aislados en la franja de tiempo en la que se desarrollan. Cuando ocurre algo tan impactante como una guerra, por ejemplo, la onda expansiva de sus consecuencias se extiende incluso a las próximas generaciones. El simple hecho de vivir en un país en guerra, convierte a sus habitantes en testigos involuntarios de un tiempo que hubiésemos deseado jamás ocurriera. Los eventos de los años 80 traspasaron a las familias salvadoreñas por parejo, incluso a quienes dicen que no se metieron en nada.
Cuando la gente se enteró de que por fin se firmaría la paz y que, con ello se daba por terminada la guerra, hubo quienes estallaron en júbilo. Pero también hubo gente que no estuvo de acuerdo con las condiciones de los mencionados Acuerdos, no porque se quisiera continuar peleando, sino porque muchos esperaban una transformación más radical en el entramado social. Los cambios que quedaron establecidos en los Acuerdos parecían no concordar con las expectativas de transformar la estructura social para lograr acortar la brecha de la desigualdad. Pero era un imperativo del momento ver las cosas desde otra perspectiva: la lucha se volvería política. Lo importante era silenciar las armas. Fue así como se logró un respiro, demasiado breve, lleno de esperanza y frenética actividad por hacer cosas nuevas, y hacerlas de la manera correcta. La violencia retoñó en otros escenarios, con otros actores. Y la auténtica paz social, continúa siendo una quimera inalcanzable.
Se podrá estar o no de acuerdo en las causas que llevaron a la guerra, su desarrollo y su desenlace, pero eso no borra el suceso ni le resta el impacto general que tuvo. Se podrá negar la guerra, pero no se puede borrar la memoria de 75.000 muertos, cuyas familias siguen buscando justicia para los difuntos. El hecho de que exista toda una generación que no la hubiera vivido en persona, no significa que aquel evento no ocurriera. Hay numerosas fuentes documentales para comprobarlo.
No se puede negar el pasado y cambiar la narrativa oficial de la historia, como ocurre en la novela 1984 de George Orwell, donde su protagonista, Winston Smith, empleado del Ministerio de la Verdad, ejerce la tarea de modificar la información histórica, según le conviene al Partido Único y al Gran Hermano.
Hace menos de diez años, la importancia que tiene la preservación de la memoria de un país era un debate importante, que movía a la búsqueda de la verdad y a la comprensión de nuestro carácter nacional. Sin embargo, jamás se emprendieron las tareas necesarias para que esa importancia calara en el conjunto de la sociedad, sobre todo en los planos educativo y cultural.
La posibilidad de conocer los eventos desde la vivencia misma de cada generación va borrándose a media que esa generación muere y es sustituida por otra. Por eso es necesario el diálogo intergeneracional, a nivel público y privado, para hacerle trampas al olvido y a la tergiversación de la historia.
Acaso lo que deberíamos anhelar es la construcción de una narrativa integral de nuestro devenir que, al abarcar todos los ángulos posibles de análisis, nos permitiera comprender lo compleja que es nuestra sociedad. Establecer consensos es una buena herramienta para saber cómo reconstruir lo que quedó roto y sanar lo herido.
Nuestra memoria personal no se puede borrar ni anular por decreto. No somos máquinas. Quienes vivimos la década de los 80 tenemos más de una historia que contar al respecto. Modificar la historia oficial no borrará la verdad de los hechos, porque no es ahí donde queda guardada la memoria de un pueblo. La memoria somos nosotros.
Que enero nos traiga la sabiduría de la reflexión y nos enseñe el camino de la conciliación.
(Publicado en la sección de opinión de La Prensa Gráfica, domingo 16 de enero, 2022. Foto: firma de los Acuerdos de Paz, 16 de enero de 1992).
Reblogged this on TRAVESÍA.
LikeLike