A inicios de marzo del 2013, visité El Mozote. Tenía que pasar unos días en Perquín, departamento de Morazán, resolviendo un asunto de trabajo. Aproveché para visitar ése y otros lugares de la zona. Conocía los nombres demasiado bien: San Fernando, Calle Negra, río Sapo, Arambala, Torola. Eran nombres mencionados con frecuencia en los partes de guerra de Radio Venceremos, pero eran lugares que conocía solo en fotos.
Sentía que ir a Morazán era una deuda pendiente. Pensé que ir me ayudaría a comprender algo, aunque no tenía claro el qué. Fue similar a lo que sentí cuando, en 2011, fui a Sachsenhausen, un campo de concentración cercano a Berlín, Alemania.
Estando en Sachsenhausen, me impresionó mucho el tamaño del lugar, pese a que la guía nos explicó que era un campo relativamente pequeño, en comparación con otros más grandes, como Auschwitz. En Sachsenhausen murieron alrededor de cien mil personas, entre ellos, varios prisioneros de guerra soviéticos. Vi la enfermería donde solían realizarse experimentos con los judíos; la torre y un par de hornos de cremación; un muro en una parte alejada del campo, utilizado estrictamente para fusilar a los soviéticos; el interior de las barracas; los espacios donde los prisioneros debían asearse; el infame letrero de “Arbeit macht frei”.
El campo fue liberado por la 2ª. división de infantería del ejército polaco en 1945. En los años siguientes, el mismo campo fue utilizado como prisión para oficiales nazis y opositores políticos. Debido a que Sachsenhausen quedaba en la sección oriental de Alemania, su control estaba a cargo de la NKVD, la policía secreta soviética. La revancha de los soviéticos contra los alemanes fue inclemente, algo de lo que apenas ha comenzado a hablarse desde hace pocos años.
En algún momento, luego de haber visto todas las instalaciones, me senté sobre un pedazo de los rieles de tren que todavía estaba ahí y que permitía la entrada de los vagones con prisioneros. Era un día soleado y los pájaros cantaban con toda algarabía, pero la historia del lugar me provocó una pesadumbre difícil de ignorar. Parte de mi trabajo como escritora es imaginar. A pesar de ello, a pesar de haber visto numerosos documentales y fotografías sobre el Holocausto, resulta abrumador asimilar la cantidad de dolor y de crueldad que se vivió en ese y los demás campos de concentración. Hay realidades que superan toda imaginación.
Cuando llegué a El Mozote también era un día soleado. Daba la impresión de ser un lugar tranquilo. Casi no había gente ni movimiento en la calle principal. Llegamos a la plaza frente a la iglesia, junto a la cual está además el monumento, con las placas de los nombres de los muertos. Una de las personas que iba con nosotros estuvo allí, a los pocos días de la matanza. Su escuadra guerrillera fue enviada para ver qué había pasado, porque se sabía que el ejército había tenido un operativo en la zona.
Contaba que desde antes de llegar al pueblo se sentía el olor de la descomposición. Vieron cuerpos aislados en las afueras, en el monte. Casas baleadas y quemadas. Calles solitarias y silenciosas. Cuando llegaron al mismo lugar en donde estábamos parados, descubrieron la magnitud de la matanza. El comandante de la unidad ordenó enterrar los cuerpos, pero en algún momento se dieron cuenta que eran demasiados. Era una tarea interminable y también difícil, por el estado de los cadáveres.
Al escuchar su relato, no pude evitar las lágrimas. Nuevamente, intentar imaginar tanto dolor y crueldad me abrumó. Nos quedamos callados unos minutos, cada quien procesando lo recién escuchado. Cuesta aceptar la capacidad de crueldad de la que es capaz el ser humano, peor aún, cuando se trata de violencia extrema ocurrida en tu propio país.
Fuimos a dar una vuelta al pueblo. Todavía podían verse agujeros de balas en las fachadas de algunas casas. Había leído testimonios y visto incontables fotografías de la masacre. Pero estar en el preciso lugar de los hechos y escuchar la historia allí mismo, era otra cosa. Estar ahí era un baño de humildad, un detonante obligado para reflexionar sobre la maldad, pero también sobre la resistencia de aquellos que han tenido que sobrevivir alguna forma de infierno en vida.
Visitar lugares donde han ocurrido este tipo de tragedias puede servir para darnos una perspectiva real de los eventos. Aunque conozcamos los hechos, hayamos visto documentales, escuchado testimonios y visto fotografías, estar allí mismo reconfirma su ocurrencia. No es un ejercicio sencillo a nivel emocional, pero me parece necesario, sobre todo si se hace con el afán de aprender y comprender.
Han pasado cuarenta años, y varios gobiernos, desde aquel diciembre negro de 1981. Los sobrevivientes de la masacre de El Mozote y lugares aledaños van muriendo poco a poco. Los intentos por lograr justicia han sido lentos y complicados. La paz para el dolor de los sobrevivientes y sus familiares ha sido esquiva.
Ojalá esta conmemoración sirva para recordanos que, en una guerra, en un campo de concentración, en una masacre, perdemos todos, la sociedad en su conjunto. No sólo la gente que tuvo que vivir aquellos eventos en carne propia sino también, las generaciones por venir, porque los traumas que se originan a partir de ello dejan heridas permanentes, difíciles de cicatrizar.
Muchas veces, y esto está confirmado por numerosos estudios psicológicos, los traumas son heredados a hijos y nietos, que conviven y crecen con problemas y miedos cuyo origen no logran comprender. Por eso es importante que hagamos rescate de memoria, la cual no se limita al discurso público, a un monumento ni a la narrativa congelada en un museo o en un texto escolar. Es imprescindible el diálogo intergeneracional, hablar y escuchar, con sinceridad y con respeto por el dolor ajeno.
Como sociedad, seguimos teniendo una enorme deuda con El Mozote. Pero quizás, si por fin comenzamos ese diálogo y se logran la justicia y la reparación necesarias, podremos evitar que en nuestro país vuelva a repetirse este horror.
(Publicada en la sección de opinión, La Prensa Gráfica, domingo 5 de diciembre, 2021. Foto propia).