Como todo perro callejero, tuvo varios nombres. Fue llamada Krudyavka (rizada, por la forma de su cola), Zhuchka (pequeño insecto) y Limonchik (limoncito). Pero esta perrita de caza siberiana, similar a un fox terrier, alcanzaría la inmortalidad bajo el nombre de Laika, que significa “ladradora”, en ruso.
Cuando fue capturada en alguna calle de Moscú, tenía unos 3 años y pesaba 12 libras. Fue llevada al Instituto de Medicina Aeronáutica donde otras perras eran sometidas a experimentos sobre la reacción de los animales en vuelos de máxima altitud. El objetivo era, finalmente, probar si un ser vivo podría resistir un viaje espacial.
Se seleccionaron hembras por su forma de orinar. Un macho levantaría la pata y ocuparía demasiado espacio en la pequeña cápsula que se tenía planificada para la eventual cosmonauta canina. Y es que en cosa de un mes, luego del exitoso lanzamiento del Sputnik 1, el 4 de octubre de 1957, por parte de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, el entonces gobernante Nikita Khrushchev se empeñó en que era hora de lanzar a alguna de las perras entrenadas al espacio. Y se encaprichó con que el lanzamiento se realizara en los primeros días de noviembre, para celebrar el cuadragésimo aniversario de la revolución bolchevique.
Las consideraciones políticas primaron sobre esta decisión. Los soviéticos estaban enfrascados en una carrera espacial contra los estadounidenses y querían ganarla a toda costa. Pero varios científicos del programa espacial ruso consideraban que no era el momento apropiado para mandar a un ser vivo al espacio pues no había manera de construir, en tan sólo cuatro semanas, una nave apta para volver a la tierra. Cualquier ser que se enviara al espacio iría al sacrificio.
Tres fueron las perras consideradas para la misión: Laika, Albina y Mushka. Pero Laika fue la seleccionada finalmente por Oleg Gazenko, el director del Instituto de Problemas Biomédicos, por su buena disposición, su docilidad, su paciencia y el buen ánimo con el que superaba todas las pruebas. Albina sería la sustituta inmediata en caso de que, por algún problema, Laika no pudiera viajar.
Gazenko mismo las entrenó confinándolas en espacios cada vez más reducidos, simulando el despegue al introducirlas en una cápsula sometida a fuerza centrífuga y a ruidos, vibraciones y aceleraciones, para acostumbrarlas al lanzamiento.
La alimentación de las perras también fue modificada. Se les enseñó a accionar un mecanismo en un aparato que les presentaba un alimento gelatinoso elaborado a base de carne, granos, grasa y mucha agua. Fueron vestidas con arneses para acostumbrarlas al traje que deberían llevar puesto y que serviría, además, para mantener en su lugar los electrodos que luego les serían implantados
Seis días antes del lanzamiento, Gazenko mismo hizo la cirugía en ambas perras para coser bajo su piel alambres de plata para conectar los electrodos de monitoreo. También exteriorizó la arteria carótida en el cuello. Todo esto serviría para realizar neumogramas, electrocardiogramas y vigilar la presión sanguínea durante el despegue y el viaje mismo. También habían sido entrenadas para eso, poniéndoles una faja en el cuello, para que se acostumbraran a la sensación que tendrían una vez realizada la cirugía.
El 31 de octubre de 1957, luego de su acostumbrada caminata matutina, Laika fue frotada con una solución de alcohol en todo su cuerpo y se le colocaron los últimos sensores y el chaleco con el arnés que la mantendría encadenada dentro del Sputnik 2. Eso evitaría que la falta de gravedad le hiciera dar vueltas en el puesto que tenía destinado. Dicho chaleco incluía una bolsa para los deshechos biológicos.
Así fue llevada al Cosmódromo de Baikonur, una de las instalaciones soviéticas secretas, ubicadas al noreste del Mar de Aral (en lo que es hoy Kazajistán). Fue colocada dentro de la cápsula que se convertiría en su ataúd, entre dos anchos cojines y sobre una plataforma aislante del calor. La cápsula fue luego colocada sobre un cohete R-7.
Allí permanecería 3 días, observada las 24 horas. Laika permaneció disciplinada, tranquila y paciente en su lugar, tal y como había sido entrenada.
A las 5 y 30 de la mañana, hora de Moscú, del domingo 3 de noviembre de 1957, el cohete fue lanzado desde la plataforma. Según el monitoreo de sus signos vitales, Laika entró en pánico. Sus latidos aumentaron a 260 por minuto (cuando su ritmo normal era de 103). También aumentó su frecuencia respiratoria. Sin embargo, no fue signo de alarma para nadie, ya que algunas perras, en entrenamientos anteriores, habían reaccionado de esa manera.
El lanzamiento y el posterior desprendimiento de la cápsula cónica fueron un éxito. Pero otra sección de la nave que debía desprenderse no lo hizo y causó el sobrecalentamiento que provocaría la muerte de la involuntaria heroína, entre cinco y siete horas después del despegue y cuando daba su cuarta vuelta alrededor de la tierra, información que no se hizo pública sino hasta el 2002.
“¡Está viva! ¡Victoria!”, le fue anunciado al mundo. En Moscú, los soviéticos celebraron. La carrera espacial había sido ganada. Posteriormente mandarían una docena de perras más en viajes orbitales, de las cuales algunas volverían vivas a la tierra.
Aconteció así una de las historias más conmovedoras del sacrificio animal en aras de la política y la enajenación humana. Una perra lanzada no sólo al espacio, sino a la inmortalidad y a la fascinación eterna del imaginario colectivo.
(Publicada en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 1 de noviembre, 2009. En la foto, Laika en la cápsula de entrenamiento).