Que le hayan dado el Premio Nobel de Literatura 2016 a Bob Dylan, un cantautor, no me sorprende. No siento que sea “un insulto a los escritores o a la literatura”, ni tampoco que “la literatura ha muerto” por eso, como dijeron muchos detractores de esta designación, entre ellos, varios escritores reconocidos.
¿Por qué tanto desgarrarse las vestiduras por un premio literario, no importando cómo se llame el premio o el ganador del mismo? La literatura no es competencia. El Nobel no es un sello indiscutible, absoluto e incuestionable de calidad. Hay docenas de ganadores del Nobel de Literatura que son desconocidos y que están en el olvido, a pesar de haberlo ganado.
Los sorprendidos porque el Nobel de Literatura se le concediera este año a un músico, aprovechan también para despotricar contra la ganadora del año pasado, una periodista. Son sus argumentos para decir que en Suecia ya no saben lo que es literatura. Olvidan o ignoran que en 1953, el estadista británico Sir Winston Churchill ganó el mismo premio por “su maestría en la descripción histórica y biográfica, así como por su brillante oratoria en la defensa de los valores humanos”. La literatura no murió por ello.
Desde el inicio de este siglo se viene ampliando el concepto de lo que puede ser considerado como literatura. Las novelas gráficas, el guión cinematográfico, las series televisivas, el reportaje y la crónica periodística son sólo algunos ejemplos de los múltiples medios de escritura que están teniendo tanto o incluso mayor impacto que la ficción literaria contemporánea (limitada todavía, en la mente de muchos, a la novela y al cuento).
Bob Dylan ha sido un prolífico compositor de canciones. Es muy fácil encontrar lo literario de sus letras. Dylan alimentó su oficio inicial del folk estadounidense, un género musical enraizado en la oralidad, en las historias de vida de mineros, cosechadores, desempleados, vagabundos y todo tipo de miserables. Muchos de ellos viajaban como polizontes, por tren o por carretera, de una punta del país a la otra, en busca de un sueño americano que les fue esquivo. Woody Guthrie, una de las grandes influencias de Dylan, anduvo con esos hobos o vagabundos, trasladando a canciones los relatos de sus compañeros de desgracia, durante los peores años de la depresión económica estadounidense.
Hay infinidad de canciones de Dylan que son historias. “The Ballad of Franky Lee and Judas Priest” y “Hurricane” son apenas un par de ejemplos. “Lay, Lady, Lay” y “Sara” son dos de las canciones de amor más bellas que conozco. Muchas otras de sus canciones son lúcidas y potentes reflexiones filosóficas, políticas y sociales. Dylan utilizó además la técnica del fluir de conciencia no sólo para escribir canciones sino también para escribir su única novela, Tarántula, publicada en 1971. Dicha técnica también fue usada por Virginia Woolf, James Joyce y la generación Beat.
Es obvio que Bob Dylan tiene un conocimiento profundo de la palabra, en toda su complejidad. Conoce la fuerza de la palabra escrita, hablada y cantada, debido a la exhaustiva exploración de diferentes técnicas literarias utilizadas para componer sus canciones. Es alguien que sabe contar una historia. No me cabe duda alguna de que el conjunto de la letra de sus canciones es literatura. Tiene ese peso.
Pero yo conocí la música de Bob Dylan como una música de rebeldía, de protesta, de anti-establishment. Bob Dylan era el underdog, el perdedor que se atrevía a levantarle el dedo medio en su cara al sistema y decirle más de alguna verdad. Sin paños tibios. Podía hacerlo porque era un don nadie. “When you ain’t got nothing, you got nothing to lose”. “Cuando no se tiene nada, no se tiene nada que perder”, cantaba en la emblemática “Like a Rolling Stone”.
Ese muchacho nacido en Minnesota y que se fue a Nueva York a buscar fortuna, nos advertía a todos del apocalipsis final orquestado por los poderosos, los políticos y los burgueses, a quienes en una de sus más duras canciones, “Masters of War”, les decía que no valían ni la sangre que corría por sus venas.
Dylan cantaba lo que todos querían decir en los años 60 y 70 del siglo pasado, décadas que hablaban de amor, de paz, pero sobre todo, de revolución, de lucha, de cambio. Dylan supo cómo capturar el espíritu de su época y ponerlo en palabras. Por eso lo llamaron “la conciencia de su generación”.
Pero el motivo por el que no me gusta que le hayan dado el premio a Bob Dylan es extra literario. No me gusta cuando el sistema aplaude a nuestros íconos de rebeldía, manoseando su mensaje y transformándolo en mercancía. No me gusta ver a un antiguo rebelde siendo aplaudido por el mismo sistema al que hasta relativamente poco todavía escupía en el rostro.
En la más oscura y profunda catacumba de mi alma, tengo la esperanza de que Bob Dylan rechace el premio, en un gesto final de rebeldía. Me alegraría muchísimo si lo hiciera. Pero supongo que no lo hará, como no lo hizo cuando aceptó la Medalla Presidencial de la Libertad de los Estados Unidos, que le otorgó el presidente Barack Obama en el 2012. Me incomodó mucho aquella foto de Dylan siendo condecorado. El papá sistema premiaba al niño rebelde. Se lo comía. Lo tornaba en una pieza inocua de nostalgia sesentera.
Me quedo con el Dylan de antes de 1979, el Dylan que me enseñó a protestar y a no tener miedo de decir y escribir las palabras exactas de lo que debe decírsele en su cara al sistema. Me quedo con el Dylan que nos advirtió que los tiempos estaban cambiando (¡y cuánta razón tenía!). Me quedo con el Dylan que me enseñó a leer a Dylan Thomas, a Rimbaud, a Baudelaire. Me quedo con el Dylan irónico, el Dylan maldito, el Dylan siempre inconforme que nos traía noticias desde la Calle Desolación.
Ese Dylan es literatura en esencia. Ese Dylan no necesita premio alguno.
(Publicado en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 23 de octubre 2016. En portadilla: libros de Bob Dylan. Foto propia).
Hola Jacinta un saludo desde Guatemala, al parecer Mr. Dylan ya ha rechazado el premio. Excelente artículo!
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Creo que todos los méritos literarios (de “lyrics”) de Dylan, bien podrán ser reconocidos por premios que no necesariamente entrañen el Nobel de Literatura. Sí, es verdad, fue insólito que se lo hayan otorgado a Churchill, pero aceptar tal excusa sería como “Si se fue el balde que se vaya el mecate”. Nadie niega el aporte y la valía de Dylan, merece todos los premios del mundo, pero no el de literatura, porque la música es de otro resorte sensible. Igual pensaría si el Nobel se lo hubieran otorgado a Silvio Rodríguez. Los músicos “literarios” no son escritores de literatura. Ellos sacuden el alma de otra manera que los escritores.
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