El 3 de mayo de 2013, es decir hoy hace exactamente tres años, estaba acostada en el sofá de mi casa pensando cuál debería ser mi siguiente proyecto de escritura. Meses antes había dado por terminada mi novela El asesino melancólico y después de una pausa me pareció que era hora de empezar con otro proyecto.
Pensé en comenzar a escribir alguna de esas historias que siempre he dicho que “algún día voy a escribir”. Y se me vino una a la mente, algo que me ocurrió en Nicaragua a fines del 90, una de esas situaciones en las que decimos que la realidad supera a la ficción.
Comencé con todo entusiasmo. La intención era escribir un cuento. Pensé que tardaría una semana en tener listo un primer borrador. Puse manos a la tecla. Terminé. Releí para analizar el resultado final. Y me decepcioné.
Como suelo hacer, le quité al cuento toda referencia geográfica o temporal. Pretendía ser un cuento universal sobre una situación determinada, lo que me parecía era la esencia y lo importante de aquella situación. Pero lo decepcionante era que se sentía insípida. Parecía una mala imitación de Kafka.
Como es una historia que me interesa mucho escribir, comencé a pensar cómo hacerlo de manera diferente. Después de mucho darle vueltas, descubrí que la gracia de mi anécdota (y el motivo por el cual era interesante contarla) era precisamente por la fecha, el lugar y el contexto histórico en que ocurrió.
Prefiero no escribir mis ficciones ancladas en un tiempo o en un lugar determinados. Prefiero la libertad absoluta de inventar. Pero me admití que no había otra opción y que habría que incluir esos detalles reales.
Nuevamente me puse a la obra. Y comencé a redactar el cuento. Pero cada vez que mencionaba un detalle, la escritora que soy recordaba que si el lector no sabía el contexto de lo que estaba hablando, no se comprendería lo kafkiano de la situación que quería contar. Un detalle llevaba a explicar otro. Escribía, apretaba el “delete” a cada rato, seguía escribiendo. Incluía todo lo que sentía era necesario explicar y ampliar para que se comprendiera bien la historia, es decir, para montar el rompecabezas.
Nunca pienso en el número de páginas que quiero tenga un texto. Pero cuando ya iba por la página 24, me di cuenta que faltaba mucho por terminar todavía. Cuando llegué a la 37, mi recuerdo de aquel evento y de todo el contexto histórico en el que ocurrió, me hizo recordar muchas otras cosas más que, de alguna manera u otra, también se relacionaban con lo acontecido.
Fue escalofriante el momento de decidir que aquello era en realidad toda una novela. Eso implicaba embarcarse en un proyecto a largo plazo (yo había pensado más bien en escribir textos cortos). Pero era lo que había que hacer.
Al día de hoy el proyecto va a un 65 %. Me escandalizo al darme cuenta de que han pasado tres años y esa novela no está todavía terminada. Por otro lado, lo sé por experiencia, cada libro quiere su tiempo. Porque escribir es como cocinar: algunos platos necesitan fuego lento y mucho tiempo de cocción para llegar a su punto.
No cuento detalle alguno de la historia porque los escritores tenemos nuestras supersticiones. Una de ellas es que si se habla de lo que se está escribiendo, “el libro se sala”, es decir, ya no se puede escribir. Yo, que creo y no creo al mismo tiempo, prefiero no decir nada. Solamente que “continuamos”.
(Foto de Antonio Litterio, licencia CC BY-SA 3.0).
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ME encanta su estilo, o que digo, ni se que es realmente un estilo, pero me agrada leerla, punto numero uno: aunque parezca banal, no aburrir al lector y usted tiene esa cualidad, es entretenida, lo demas viene por su cuenta. Que orgullo que una mujer salvadorena se lance y espero lo mejor para su obra.
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Muchas gracias por sus palabras, Mirian. Saludos.
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