Gabinete Caligari

Sueño de una tarde en Coatepeque

 

La Casa de la Cultura de Coatepque, cerrada un viernes por la tarde. (Foto de la autora).

La Casa de la Cultura de Coatepque, cerrada un viernes por la tarde. (Foto de la autora).

Hace pocos días tuve la oportunidad de visitar la ciudad de Coatepeque, en el departamento de Santa Ana. Es un lugar apacible, de ritmo tranquilo, donde todos se conocen y saludan por la calle. Enrique, la persona que me invitó a ir, me contó algunas historias del lugar, incluidas leyendas de apariciones y fantasmas que se murmuran entre vecinos. Me enseñó fotos de cuando las calles todavía eran de piedra. Y me contó sobre un viaje familiar en tren hasta Acajutla, cuando él era un muchachito de 11 años.

Cuando fuimos a caminar por el centro, nos topamos con el clásico escenario de un pueblo en medio de fiestas locales. Se celebraba la romería del Jesús de los Milagros. Ruedas, carruseles; tiendas de lonas de colores y plásticos negros vendiendo churros, plátanos y yuca; las pirámides y los mosaicos multicolor de los dulces y conservas; los rostros de los “feriantes”, como llamaba el abuelo de Enrique a los vendedores que iban de pueblo en pueblo y de fiesta patronal en fiesta patronal; los niños pululando acá y allá, excitados por la presencia de los juegos mecánicos y la abundancia de golosinas.

Pasamos por el parque. Vimos el busto del Capitán General Gerardo Barrios, quien defendió la soberanía nacional de un intento de invasión por parte del ejército guatemalteco en 1863, en la famosa Batalla de Coatepeque. Luego nos sentamos en una banca.

Enrique me hizo notar que justo enfrente de nosotros estaba la Casa de la Cultura. El lugar estaba cerrado. Era un viernes, las 3:15 de la tarde, es decir, un horario en que se supone que una dependencia estatal debería de estar abierta y funcionando. Me dijo que “casi siempre está así” y que es como si no existiera porque no tiene actividades que incidan de manera alguna en la vida cultural de la localidad.

Después del cúmulo de frases condenatorias al hecho, sentados en la banca y viendo la puerta negra cerrada del local, mientras la tarde avanzaba perezosa, comenzamos a soñar despiertos con todo lo que haríamos si nosotros la dirigiéramos. Tratamos de pensar en actividades de bajo presupuesto que pudieran organizarse con el apoyo de todos los sectores de la comunidad, como la Alcaldía, las iglesias y negocios o figuras prominentes de la ciudad.

Comenzamos imaginando un festival de cine cada viernes en el parque central de Coatepeque: poner una pantalla, conseguir sillas, y que la población, de manera gratuita, pudiera ver buen cine. Pensamos comenzar con cosas atractivas, como por ejemplo, un festival de cine de Hayao Miyazaki, para que los niños conocieran otro tipo de animaciones. Y para que los adultos recordaran que en algún lugar de sus dormidos corazones, todavía habita un niño que ansía ser feliz.

Imaginamos luego un festival de Akira Kurosawa y exhibir Los 7 samurais, para comenzar; luego ir escalando hacia Federico Fellini, para que vieran La Strada; y culminar con 2001 Odisea del espacio del inefable Stanley Kubrick. Hasta nos levantamos de la banca y vimos hacia el kiosco para imaginar cuál sería el mejor lugar donde colocar la pantalla.

Imaginamos conseguir donaciones de libros y montar una biblioteca abundante a la que todos tuvieran acceso. Imaginamos que en días de fiestas patronales, pondríamos una mesa al aire libre, en la acera del parque, y si alguien quisiera mucho un libro y no tuviera dinero para comprarlo, se lo regalaríamos. Sí, regalaríamos los libros. Porque lo importante es que la gente lea y porque la falta de dinero no debería de ser impedimento jamás para que alguien lea un libro.

Imaginamos hacer círculos de lectura para poder intercambiar comentarios sobre diferentes autores. Y para poder ir cultivando, poco a poco, un gusto literario que le permitiera a los participantes acceder a otros mundos y otras sensibilidades, y reencontrarse con su esencia de seres humanos a través de alguna buena novela o de un gran poema.

Imaginamos abrir talleres y clínicas literarias con toda la gente que tuviera ganas de escribir, jóvenes y mayores, poesía o narrativa. Tener una especie de consultorio permanente donde si usted escribe y necesita una opinión constructiva de cómo mejorar, supiera dónde encontrarlo.

Imaginamos a otros artistas del país llegando como invitados especiales, para compartir sus conocimientos con los lugareños. Imaginamos a la población entusiasmada y participando en las actividades. Y finalmente imaginamos a Coatepeque convertida en un centro cultural importante para el país, desde donde se formaría una nueva generación de artistas, con propuestas refrescantes en varias disciplinas.

En algún momento, la burbuja de nuestra imaginación, que había crecido demasiado, hizo ¡pop! y se reventó. Volvimos a la realidad de golpe cuando recordamos los exiguos presupuestos que tienen las casas de la cultura; los ritos perversos de la burocracia estatal que, lejos de facilitar o garantizar nada, funcionan como mecanismos enfermizos para promover el desaliento mediante su interminable calvario de trámites, formularios y permisos; la percepción, por demás errada, de que las actividades culturales y su promoción no son importantes para la sociedad porque no producen ganancia económica, lo que permite que sea más fácil juntar dinero para un equipo de futbol que para fundar una biblioteca.

Pero como los soñadores nunca escarmentamos, continuamos con nuestro delirio. Mientras comenzamos nuestro camino de regreso, imaginamos que teníamos miles de dólares y que comprábamos una casa en el centro de Coatepeque. Enrique me enseñó tres que tenían una ubicación y una disposición interna que podrían ser las ideales como para montar un libro-café. Y trasladamos las actividades imaginadas en el parque a nuestro soñado centro cultural.

Miré disimuladamente al interior de una de aquellas casas. Tenía un largo corredor. El sol de la tarde caía en el patio interno. Imaginé a niños tirados sobre el piso de uno de los salones, viendo felices  Ponyo o Totoro; a mayores y jóvenes jugando ajedrez en los corredores; a muchachos pintando o leyendo libros o escribiendo una novela.

Imaginé que construíamos. Imaginé gente feliz.

(Publicado domingo 8 de marzo 2015, revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica de El Salvador).

2 Comments

  1. Juan Ramos says

    Hace poco comencé a leer sobre usted y este con los párrafos que escribió en su “Sueño de una tarde en Coatepeque” me encantó, me hizo soñar a mi también.

    Like

Comments are closed.