
Campo de batalla durante la Primera Guerra Mundial. (Tomado de The Telegraph).
No sé dónde ocurre el asunto. En qué tiempo, en qué lugar. Hay una roca inmensa, larga, aplanada. Sobre ella están sentados dos soldados. Son de ejércitos rivales. Ninguno habla. El campo alrededor se mira devastado. Árido. Seco. No se mira ni un árbol. Ninguna señal de vida.
Uno, el que está en el borde de atrás, lleva puesto un uniforme verde olivo de tela muy tosca. El otro, el que está sentado al frente, lleva un uniforme café rojizo, también de tela burda. Ambos se dan la espalda. Están apoyados contra sus fusiles. Los fusiles tienen acoplada la bayoneta. Ambos llevan puesto un casco. Se miran agotados. Hastiados.
En el centro de la roca hay un libro. Es la novela El gran cuaderno de la escritora húngara Agota Kristof.
Los soldados contemplan la desolación alrededor. No dicen nada. Ambos se dan la espalda. Cada quien mira el espacio que tiene por delante. Pero lo que miran no es muy diferente porque todo lo que el ojo abarca está devastado por igual.
El de atrás mira de reojo al de adelante. Se da un poco la vuelta y descubre el libro. Le pregunta al otro si lo ha leído. El otro contesta que sí. Comienzan a hablar sobre la novela. Sin mirarse. Sin mirar el libro. Sin tocarlo. Manteniendo fija la vista sobre el paisaje destrozado.
La charla comienza con monosílabos. Con frases cortas y largos silencios. Poco a poco la charla se anima y ambos soldados, enemigos, hablan como si fueran viejos amigos. Uno saca un cigarrillo. Le ofrece al otro. Fuman. Por fin se dan la vuelta y se miran de frente. Siguen sosteniendo los fusiles pero discuten sobre la novela con entusiasmo. Entonces desperté.
El sueño me dejó muy pensativa. Los soldados parecían ser de la I Guerra Mundial. Pero la novela de Kristof era un anacronismo propio de los sueños, porque fue publicada en 1986. Es una de mis novelas favoritas, una historia muy dura que habla sobre el infortunio de un par de gemelos que son llevados a la casa de su abuela hacia el fin de la II Guerra Mundial. Quizás el detalle apareció en el sueño porque hace poco vi la excelente adaptación cinematográfica del libro.
También supuse que soñé con aquellos soldados porque estoy viendo muchos documentales y fotografías sobre el centenario de la I Guerra Mundial. Desde hace un par de años vengo estudiando de manera casi obsesiva las dos guerras mundiales. No sé qué busco.
Mentira. Sí lo sé. Busco explicaciones. Busco comprender varios asuntos familiares. Quiero comprender por qué ocurren las guerras. Y cómo esas guerras tuercen la vida y el destino de los individuos y de los pueblos. Cómo las guerras destruyen la personalidad de los que tienen que vivirla, sea como combatientes, sea como civiles. Cómo las guerras dejan las almas de los sobrevivientes rotas para siempre, atravesadas por un dolor tan profundo que no existe bálsamo alguno para su cura.
Busco entender por qué la gente comienza a matarse. De dónde sale tanto odio, tanta dureza. Por qué se alza un ser humano contra otro. ¿Qué razón puede ser tan poderosa como para que la gente se mate? ¿La patria, la raza, el honor, la ideología, la religión, el dinero, el poder, el territorio, el apellido? ¿De veras son tan importantes esas cosas como para destruir naciones, ciudades, familias, para matar a todo el que se ponga por delante, no importando su edad, no importando quien sea? ¿Hay algo tan importante como para destruirlo todo, sin clemencia alguna?
Mientras veo fotos de soldados cubiertos de tierra, usando máscaras de gas, hundidos en el barro de alguna trinchera europea a comienzos del siglo pasado, trato de entender. En qué momento se enloquece colectivamente. Y por qué los seres humanos hacemos guerras. Y nos matamos. Y hasta parece que disfrutamos de ello. Trato de imaginar la desolación de los soldados en aquella guerra. El miedo en las trincheras. El rugir de los cañones, las explosiones. El gas venenoso. La muerte en todas partes.
Trato de entender, mientras veo las expresiones de angustia y de dolor en las fotografías y los videos. Mientras miro la foto de una mujer llorando entre las ruinas de Berlín bombardeada en 1945, una mujer que bien podría ser mi abuela materna. Mientras miro las fotos de otra mujer, en un hospital de Gaza, en el 2014, con la túnica totalmente ensangrentada, llorando. Mientras miro las fotos de los niños, tantos niños, demasiados niños, destrozados por los misiles de Israel, sus cuerpecitos llenos de sangre y polvo.
Trato de entender y comprendo que ese dolor no es diferente al que se siente en Siria, en Nigeria, en Ruanda, en Afganistán, en Guatemala, en El Salvador. Trato de entender mientras veo la foto de un niño de 5 años lavando en un río de El Salvador las botas de hule manchadas de sangre de su padre asesinado este año. Trato de entender y conecto ese dolor con el de los masacrados del río Sumpul y con el de Rufina Amaya escuchando para siempre en su cabeza los gritos de sus hijos asesinados en El Mozote. Trato de entender mientras miro a un soldado nazi de 14 años, llorando al ser capturado por las fuerzas aliadas.
Quiero saber qué pasa más allá de la foto, del testimonio, de la filmación. Quiero arrancar de los rostros y de las expresiones de toda esa gente la historia del sufrimiento, del dolor, de la tristeza, de la miseria humana. Quiero interrogar esos rostros paralizados en la fotografía, exigirles una explicación, escuchar su verdad, saber cuándo, cómo, dónde diablos se perdió todo.
Quiero entender pero no lo logro. Entonces hago la única pequeña, miserable cosa que sé hacer. Escribo. Solamente escribo. Sabiendo de antemano que las palabras, la tristeza, la ira, la frustración, la impotencia, el desconcierto, la desesperanza que siento no servirán para conjurar la oscuridad de este tiempo que nos ha tocado vivir.
(Publicado en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 3 de agosto 2014).