Una de las fotos que fueron filtradas a la prensa sobre los menores de edad centroamericanos retenidos en una instalación de Texas, Estados Unidos.
Hace poco nos estalló en la cara la situación de los miles de migrantes menores de edad que han viajado, solos e indocumentados, para llegar a los Estados Unidos. La opinión pública se ha visto sacudida no sólo por las condiciones deplorables en que estos niños permanecen sino también por los incontables peligros que enfrentan durante su travesía.
Hemos visto las fotos de menores apiñados en condiciones infrahumanas, en pequeñas habitaciones o en lugares que parecen bodegas, cubiertos por frazadas térmicas. El New York Times publicó un artículo donde un niño de ocho años era detenido por un agente de la patrulla fronteriza. El niño viajaba solo y cargaba en su bolsillo, como única pertenencia, su partida de nacimiento. Otro artículo de la National Public Radio publicó las fotos de un grupo de menores que cruzaban México portando mapas con las horas y las rutas de los trenes que podían llevarlos hasta la frontera, así como una serie de consejos sobre cómo abordarlos y cómo evitar ser interceptados por las autoridades.
En meses recientes, la cifra de menores que viajaron solos aumentaron casi en un 90% gracias a rumores contradictorios sobre las reformas migratorias que planea implementar el gobierno del presidente Barack Obama. Se maneja como cifra formal 52 mil menores centroamericanos, provenientes sobre todo de Guatemala, Honduras y El Salvador, que en los últimos meses han atravesado la frontera hacia los Estados Unidos. Pero algunos medios manejan una cifra de 70 mil.
Si bien es cierto el problema es muy grave, esto es apenas la punta del iceberg. Hay que examinar lo que hay debajo para dimensionar su magnitud, que es mucho más profunda y compleja de lo que se ve a simple vista.
Esa crisis humanitaria comienza acá, en nuestros países y en las condiciones de vida que nos han convertido en países expulsores de gente. Todos los días, desde los años 80 e incluso antes, miles de personas se han ido, no sólo al norte sino a otros países del mundo, a buscar trabajo, seguridad física y oportunidades que les permitan desarrollar todo su potencial como seres humanos, oportunidades que nuestros países no ofrecen. No sé cuántos guatemaltecos y hondureños viven fuera de sus territorios, pero es sabido que un tercio de la población total salvadoreña se ha ido.
No es raro tampoco encontrarse a menudo con gente que planea irse. Muchos menores de edad están claros que, tarde o temprano, se irán al norte, como lo hicieron sus padres, sus hermanos u otros familiares antes que ellos.
Que hay niños que viajan solos hacia los Estados Unidos no es algo nuevo. Ocurre desde hace muchos años. Pero, con la indolencia que nos caracteriza, no le hemos dado la importancia debida al problema y lo hemos integrado en el torcido y enfermizo concepto de lo “normal” con el que convivimos los que todavía perseveramos en el territorio nacional. Era nada más una cuestión de tiempo que los millones de salvadoreños que viven fuera comenzaran a intentar, por todos los medios posibles, la reunificación familiar con los infantes que dejaron atrás, a los que no han visto crecer y con quienes buscan restablecer la convivencia.
Otro aspecto a considerar es que alrededor de la migración ilegal hay un gran negocio que mueve miles, millones de dólares al año. Esto incluye las tarifas que cobran los “coyotes” (que andan entre los 4 mil y los 9 mil dólares por persona), pasando por el pago que deben hacer a las redes de narcotraficantes (una especie de “tarifa de seguridad” para permitir el paso de los viajeros) y terminando con los abogados que en la frontera México-Estados Unidos están listos para tramitar las fianzas y los casos de los que son aprehendidos. Tampoco olvidemos que buena parte de nuestra economía descansa en las remesas, las cuales son una bendición y una maldición al mismo tiempo. La comodidad de esperar ese envío mensual ha alterado nuestros patrones culturales convirtiéndonos en una sociedad dependiente y consumista, con aspiraciones que han diluido y transformado nuestro carácter nacional.
Para muchos resulta incomprensible que los familiares de estos menores se atrevan a enviarlos al norte sin acompañantes o familiares directos y que los pongan en manos de “coyotes”. ¿Por qué se pone en riesgo a los niños de esta manera? ¿Por qué o cómo se logra pagar entre 4 mil y 9 mil dólares para que estos menores crucen la frontera? ¿No sería mejor hacer el esfuerzo de juntar esas pequeñas fortunas para abrir negocios y micro empresas en suelo nacional?
Quizás lo sería si las condiciones del país fueran otras. Pero todo negocio, por pequeño e insignificante que sea, cae en la red de extorsiones de las pandillas y en sus inclementes códigos de castigo.
Un migrante salvadoreño que conocí en Italia hace algunos años me lo resumió todo en una frase contundente. Este muchacho vivía con su novia en condiciones muy modestas, trabajaba de bell boy en un hotel. No tenían ni permiso de residencia ni de trabajo. Ambos vivían con la tensión permanente de ser descubiertos por las autoridades italianas.
Al preguntarle por qué había decidido migrar me dijo que lo hizo porque de seguir en El Salvador sólo tenía dos alternativas: ingresar a la mara o morir. Y como no quería ninguna de las dos cosas tomó la decisión de dejarlo todo atrás, endeudando a ambas familias (la suya y la de su novia) para buscar la vida en un lugar donde, por lo menos, sabía que no iban a matarlos.
Es una crisis humanitaria, sin duda. Pero esa crisis comienza en casa. Mientras no arreglemos los problemas locales que obligan a muchos a irse, esto continuará empeorando. ¿Realmente estamos dispuestos a solucionar el problema de la migración masiva? ¿Están dispuestos, el Estado y la sociedad, a renunciar a las remesas? ¿Renunciarán coyotes, abogados, maras y narcos al gran negocio que están haciendo con la necesidad ajena?
(Publicado en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 6 de julio 2014).
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