Estoy en el asiento 26A del avión. Es ventanilla. El cielo se mira oscuro. Parece de noche, aunque ya son casi las 8 de la mañana. El aeropuerto de Frankfurt (Alemania) es un hormiguero. Aviones entran y salen sin parar. Buses mueven pasajeros, camioncitos llevan y traen maletas, personal de campo va y viene en diferentes vehículos. Luces verdes, amarillas, rojas y azules iluminan las pistas del aeropuerto.
Miro todo aquello mientras los pasajeros suben al avión. Hay música ambiental. Suena una versión de “Just Like a Woman” de Bob Dylan, susurrada por Charlotte Gainsbourg. Sigo viendo por la ventanilla. El día anterior hizo cero grados. Durante la noche cayó un agua-lluvia que dejó un poquito de nieve sobre los carros.
Comienza a sonar un piano. Reconozco de inmediato “Morning Has Broken” de Cat Stevens. Recuerdo que también la escuché en el avión que me llevó de Madrid a Frankfurt. Supongo que usan la misma grabación en todos los vuelos regionales.
Afuera comenzó a clarear. Admiré recordar cada palabra de esa canción que pertenece a mi infancia. La letra es preciosa. Es una alabanza a la vida. Habla del primer pájaro de la creación, el primer rocío, la primera hierba, del ciclo de la vida que se renueva a diario. Cada nuevo día es una nueva primera vez.
La letra pertenece a un popular himno cristiano de los Estados Unidos, publicado en 1931. Cat Stevens lo grabó cuarenta años después y fue uno de sus más grandes éxitos.
Algo pasó en ese momento. Me conmoví mucho. Pero no supe por qué. Nada más sentí los ojos llenárseme de lágrimas. Luché para que no salieran. La lágrima del ojo derecho se re absorbió. Pero la del ojo izquierdo estaba allí, sentada en el rabillo del ojo, esperando el momento adecuado para saltar hasta mi pómulo. Esperando con paciencia. Creciendo y creciendo mientras Cat Stevens cantaba: “Praise with elation/Praise every morning/God’s recreation of the new day”.
Me acusé de ser una ridícula. Me dije que no había motivo para llorar. Que a pesar de mis problemas, estoy bien. Que saldré adelante. Que debo confiar, aunque el mundo entero parece desmoronarse en pedazos a mi alrededor. Que aunque en este momento ignoro cuándo podré regresar a Alemania, estoy convencida de que lo haré pronto, porque la vida siempre ha encontrado maneras para llevarme de vuelta a aquel país, que es parte importante de mi vida.
Sabía que si esa lágrima salía de mi ojo, me soltaría en llanto. Soy una llorona. Cualquier cosa me arranca lágrimas. Estoy segura de que, en alguna vida pasada, fui plañidera en las ceremonias funerarias del antiguo Egipto. Me imagino perfectamente llorando ríos enteros frente al sarcófago de mi faraón Tutankamon.
La canción de Cat Stevens terminó. Comenzó “She” de Elvis Costello. Una de esas canciones de amor que te dejan el corazón aguadito. Eso fue mi perdición.
La lágrima salió. Se deslizó despacio por mi cara, como un gatito líquido. Las demás lágrimas acechaban instaladas en los lagrimales. Cuando aquella primera lágrima llegó a la quijada, las demás salieron en catarata. Ingobernables.
Me pregunté el motivo de mi llanto. Supuse que el desvelo de los cinco días anteriores me había dejado hiper sensible. Desde que tomé el avión para ir a Franfurt no había dormido más de cuatro horas cada noche. Ni siquiera corridas. El jet lag me pegó duro. Pero como soy de lágrima fácil, tampoco me extrañé demasiado.
Recordé llantos memorables de mi vida. Las lágrimas que se me salieron en el único parto que he visto, cuando en Somoto (Nicaragua) en 1984, la Contra mortereó el hospital y la escuela. Trasladamos bajo fuego a los pacientes hasta la casa de los médicos cubanos e improvisamos allí un par de quirófanos de guerra. Cuando vi salir la cabeza del niño, lloré de emoción. El primer llanto de Jacinto, como llamaron a aquel bebé, se confundió con el ruido de las balas.
El llanto cuando vi el letrero que decía “Santiago” después de 38 días de caminata durante el Camino de Santiago, en el año 2000. Imaginaba que a la entrada de la ciudad habría un letrero espectacular, con luces parpadeantes de colores para anunciar el fin del peregrinaje. Me desconcertó y luego me conmovió hasta las lágrimas ver aquel pequeño letrero, oxidado y con aspecto de ser muy viejo. Lloré con intensidad. Cada lágrima era deshacerme de piedras que cargaba en el alma. Caminé llorando durante 45 minutos para llegar a la Catedral de Compostela. No me importó llorar en la calle, frente a todos. Lloraba y caminaba, casi corría, porque no quería faltar a la misa de peregrinos del mediodía. Lloré durante toda la misa. Lloré mientras el botafumeiro inundaba de incienso la iglesia. Lloré hasta limpiar toda la mugre que cargaba dentro del alma.
Lloré cuando tomé el vaporetto en el muelle de la Plaza de San Marco para ir hasta la estación de tren de Santa Lucía. Lloré porque no quería irme nunca de Venecia. Porque me pareció, y me sigue pareciendo, la ciudad más maravillosa que he conocido jamás. Porque quería quedarme para siempre. Lloraba jurándome volver. Hay ciudades que te hablan, que te enamoran, que te hacen sentir en casa. Venecia es así para mí. Abandonarla era arrancarme algo.
El poeta argentino Oliverio Girondo captó muy bien la filosofía del llanto: “Llorar a lágrima viva. Llorar a chorros. Llorar la digestión. Llorar en sueño. Llorar entre las puertas y los puertos. Llorar de amabilidad y de amarillo”. Hay que llorarlo todo, pero llorarlo bien, como dice otra parte de ese mismo poema.
Mientras el avión despega y me sueno la nariz, me digo que llorar es bueno. Siento. Todavía estoy viva. Mi corazón no es una piedra. Y que, como dice Girondo en otro poema, llorar es útil “para lograr algún día/–sin los ojos lluviosos–/volver a sonreírle/a la vida que pasa”.
(Publicada en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 2 de febrero 2014).
Que hermosas palabras nos ha compartido. A veces se nos enseña o casi obliga a reprimir el llanto. Pero llorar libera, aunque para hacerlo haya que estar solo/a. Gracias por compartir esta anécdota tan bonita.
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Gracias a usted por su comentario.
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No conocía a esta escritora, me encantó ! a mi me hace llorar el ver la interpretación de Lola Flores del poema “Requiem por Federico”.
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Pingback: Llorarlo todo, pero llorarlo bien, por Jacinta ...
Llorar, el mecanismo natural por excelencia para llegar al alivio, al reposo, a la inteligencia libre. Los niños y niñas lo saben bien, por eso lloran a lágrima suelta, a grito pleno. Y duermen. Cuando despiertan, el mundo es otro, más claro, más limpio, como una lágrima
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Ya somos varios… Se dice que la sensibilidad posee la dualidad de nuestras fuerzas y debilidades…. Llorar es una emoción inmensamente sana como lo es reír, bien comprendidas, ellas nos estimulan, nos inspiran y nos hacen apreciar la vida diferentemente, gracias por compartirnos sus escritos y reflexiones, la invito a ver mis fotografías y caviles sobre Venecia
http://carlosrmartinez.wordpress.com/2012/09/20/amanecer-en-venecia/
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Gracias a usted por compartir las fotos. Saludos.
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Que bonita columna. Conozco ese sentimiento de no querer partir de una ciudad. Me pasó con Berlín, cuando viví allí. Yo también me voy de Alemania con la certeza que volveré y con la esperanza que será para quedarme.
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Yo tengo esa misma esperanza, de ir un día y quedarme 😉 Ojalá lo logremos pronto.
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