¿En qué momento el Pasado se convierte en Historia? ¿Es el rescate de la memoria el paso intermedio necesario, el eslabón que une a ambos? ¿Qué pasa cuando un país o una sociedad cultivan el silencio que suprime los hechos incómodos o vergonzosos?
El silencio sobre ciertos eventos de la historia nacional reciente es uno de los obstáculos que enfrentan los investigadores al intentar reconstruir los hechos de la guerra de los 80 en El Salvador. Hace unas semanas, la académica Evelyn Galindo-Doucette, en su columna de la revista digital ContrACultura, planteaba en torno a este tema algunas preguntas interesantes: ¿Hay una ética de memoria y olvido en El Salvador? ¿Qué perspectivas se excluyen de la memoria “oficial”? ¿Cuáles son los silencios y tabúes en la guerra de los 80 en El Salvador?
El silencio sobre alguno de los hechos de la guerra puede estar enraizado en códigos de conducta impuestos por los bandos en contienda y que, bajo la consigna de estar en guerra, exigía de todos los involucrados la secretividad como norma de disciplina militar.
Dichos códigos de conducta exigían una lealtad absoluta, ciega. Era la manera de garantizar la andanza de la guerra, la sobrevivencia en condiciones de clandestinidad y la disciplina de los ejércitos en contienda. No sólo no se podía dar información al enemigo o cambiar de bando, sino que tampoco se podía dudar o cuestionar ninguna orden recibida, so pena de ser considerado un traidor.
Esos códigos de conducta, aprendidos por los participantes activos de la guerra (sin importar si fueron de derecha o de izquierda), fueron asumidos por los individuos, no solamente como un pacto ideológico necesario, sino que quedaron grabados e incorporados en el carácter de muchos, constituyendo hábitos de conducta personal que se arrastran hasta el día de hoy.
Sé de hijos de militantes de izquierda o de miembros de la derecha y del ejército que, hasta la fecha, continúan sin conocer con exactitud el rol que sus padres jugaron en la guerra. Cabe suponer que no ha habido, ni siquiera en la esfera privada, diálogos francos sobre la guerra de los 80.
El rescate de la memoria pasa, sin duda, por todo un proceso de elaboración individual previa luego del cual los testigos de aquella época pueden, o se sienten en capacidad, de enunciar sus recuerdos. Pero la elaboración de la memoria no comprende solamente lo anecdótico, sino también las percepciones, emociones, pensamientos, reacciones y traumas personales. Es este aspecto subjetivo el que termina imponiendo el silencio, sea por vergüenza, por culpa, por temor a dar una imagen negativa, por temor a no ser comprendido y finalmente, por temor a ser juzgado.
El silencio es una opción cómoda para no hablar de los grandes conflictos del pasado. Pero el peligro del silencio es el olvido. El silencio deja trabada la posibilidad de discutir, desde el presente, la construcción de una memoria colectiva. Obstaculiza la construcción de una memoria de país, memoria que no tenemos y que deberíamos valorar para comprendernos mejor como nación, como individuos que cargamos un pasado común.
Es difícil caminar hacia adelante y evitar cometer los mismos errores, si no se discuten esos momentos delicados de la historia. ¿Cómo reconocer los síntomas del autoritarismo, la censura y la manipulación ideológica? ¿Cómo reconocer a los más vulnerables de la sociedad actual si no examinamos el pasado, sin permitir que las ideologías políticas contaminen el recuerdo y que sea manipulado para causas que buscan perpetuar el status quo? Un ejemplo evidente de esto son las diferentes interpretaciones que existen sobre la masacre de 1932.
Podemos evitar que las futuras generaciones tengan un conocimiento tan sesgado de la historia como el que tenemos en la actualidad. Podemos lograrlo trabajando en la construcción de una versión equilibrada y honesta de los eventos de hace 30 o 40 años.
La Historia tiene que recurrir a la memoria para ser escrita. Para ello necesita la participación de los testigos anónimos. Todos somos esos testigos anónimos de nuestra época. Todos tenemos una historia que contar. Todos tenemos recuerdos de tal o cual momento y todos podemos contar una versión diferente de ese mismo suceso. Con esas construcciones individuales es que la Historia podrá ser escrita. Y esa es una posibilidad que con el desarrollo actual de la tecnología y el creciente aprecio por la memoria como herramienta social, se convierte en una posibilidad real.
Los asesinatos de Roque Dalton, Monseñor Romero, los Jesuitas de la UCA. Los secuestros de Ernesto Regalado Dueñas y Roberto Poma. El asesinato de la Comandante Mélida Anaya Montes y la muerte de Salvador Cayetano Carpio. Las muertes atribuidas al Comandante Mayo Cibrián. Las masacres del ejército en El Mozote y el Río Sumpul. Son sólo algunos de los temas espinosos que instituciones e historiadores salvadoreños actuales intentan reconstruir y comprender.
Son eventos cuyo impacto nacional es innegable, aunque la verdad de los hechos todavía sea desconocida para la mayoría. Sobre muchos de estos eventos pasados, el velo del silencio es premeditado. A eso hay que sumarle una conducta adquirida: el temor a pasar por traidor.
Es necesario el diálogo con nuestra memoria. Pero muchos se niegan a hablar de los hechos diciendo que es mejor no remover el pasado, sea para no perturbar a la sociedad, sea para no perturbar la disciplina partidaria (de derecha o de izquierda), sea para no perturbar conciencias.
La memoria es un animal vivo. Un animal al que alimentamos. Un animal al que le damos un olor, una foto, un nombre, una fecha, una esquina y que nos regurgita recuerdos de forma automática. Pero sin alimento, ese animal muere fácil.
Es posible que muchos episodios de nuestra historia nacional queden en el olvido, ocultos a conveniencia dentro de cajas de Pandora que nadie quiere o se atreve a abrir. Lo que parecen desconocer esos guardianes del silencio es que en el fondo de esa caja siempre encontraremos la esperanza. Bien vale la pena buscarla.
(Publicada en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 25 de agosto 2013).