A los escritores suelen hacernos más o menos las mismas preguntas siempre. Hay preguntas de las que no logramos escaparnos jamás. Por ejemplo aquella incómoda pregunta de “¿en qué se inspira para escribir su obra?”. Creo sinceramente que uno no se “inspira”, porque la escritura no ocurre porque un hada lo toca a uno con una varita mágica o porque a uno se le “ocurre” una brillante idea.
Hay que comprender que la literatura es el resultado de un trabajo arduo y constante y que requiere, más que de inspiración, de largos períodos de lucidez a los que uno debe dedicarse y estar dispuesto a “escuchar” para traducir al papel.
Algunas de estas preguntas cansinas cuesta responderlas porque requieren explicar procesos cuyos mecanismos en muchos casos, ni el escritor mismo comprende bien. Otras porque se entra en un campo de cosas que, acaso solamente los que escriben logran comprender. Otras porque son preguntas necias como aquella de si todo lo que uno escribe está basado en la experiencia personal. Mil veces he respondido a esta pregunta diciendo que un escritor no necesita ser un asesino para describir un asesinato en sus libros, por ejemplo. ¿Dónde queda entonces la imaginación como una de las herramientas de trabajo del escritor?
La escritora estadounidense Patricia Highsmith lo explica muy bien en su libro Suspense, donde analiza el oficio de la escritura y su experiencia con el oficio: la individualidad, la felicidad de escribir, realmente no se pueden describir, no puede capturarse en palabras y entregarse a otro para compartirlo o para que otro lo utilice. De ahí que resulte tan difícil contestar algunas preguntas referentes a la intimidad del oficio creativo.
Una de esas preguntas frecuentes y difíciles de responder, aunque va disfrazada de sencilla, es ¿para quién escribe?
Muchas veces el escritor, y yo en particular, me he visto tentada a responder simplonamente que escribo para mí misma. Y eso es cierto de entrada, uno es su primer lector. Siempre escribo algo que, en primera instancia, me gusta a mí misma y no me aburre. Si algo me aburre a mí, obviamente el material será aburrido también para otros que lo lean.
El escritor nicaragüense Sergio Ramírez dice que uno escribe para el reflejo que uno mismo ve en la pantalla del computador, para su otro yo. Y eso tampoco deja de ser cierto. ¿Pero quién es nuestro lector ideal?
El lector ideal es un poco el reflejo de uno mismo. Es aquel que va a comprender a plenitud el texto que le ofrece el escritor a leer. El que va a gozárselo al leerlo con la misma intensidad que lo gozó el escritor al escribirlo. Es el pariente más cercano que tendrá el escritor. El que podrá comprender mejor las tribulaciones y las torceduras de la historia, sus posibilidades, sus trucos. Es quien podrá imaginar finales o antecedentes, recordar a los personajes como los parientes desconocidos que vemos en borrosas fotografías antiguas.
Quizás a eso se refieren algunos escritores cuando, al ser preguntados sobre para quien escriben, responden que para sí mismos. Escriben para el lector que también son ellos mismos, ya que es inconcebible pensar en un escritor que no sea, al mismo tiempo, un voraz lector.
La escritura y la lectura son dos caras de una misma moneda, dos entrenamientos diferentes que complementan y hacen crecer un mismo oficio. La maestría en el mismo podría decirse que se logra cuando se aprende a hacer equilibrio entre ambas.
Un escritor que basa su oficio en lo técnico puede entretenernos durante algunas páginas pero, las más de las veces, es fácilmente olvidable. Los escritores que perduran en el recuerdo son los que trascienden sus palabras y nos hacen sentir emociones, nos hacen evocar recuerdos o sensaciones, nos hacen imaginar.
Podemos olvidar con el tiempo el nombre del autor, el título del libro, pero una escena de un libro determinado se nos queda prendido en el recuerdo por motivos que muchas veces ni nosotros comprendemos y que trascienden lo eminentemente técnico. Y cuando un texto trasciende las palabras y se instala en el imaginario personal del lector, es cuando el escritor ha logrado construir Literatura, así, con mayúscula.
El lector es la parte sentimental del escritor. El lector puede ser también el niño al que el escritor debe entretener. Pero el escritor no puede ni debe controlar la reacción de su lector. No puede controlar su opinión sobre la obra, su interpretación. El lector es un ente independiente y puede haber tantas lecturas como hay lectores.
De ahí que la noción del lector ideal le sea necesaria al escritor. Tener la esperanza de que haya alguien que pueda comprender a plenitud su texto, en el significado exacto en que fue escrito. Y que algún día el texto encontrará a su lector ideal, aunque el escritor jamás lo sepa ni lo conozca. Porque el lector real malinterpretará su texto. Le gustará pero no sabrá explicar el motivo o no le gustará, no lo entenderá. Lo entenderá a medias o lo entenderá de una manera primaria. No captará las cosas que al escritor le parecen las más importantes.
En esos momentos podrá parecer una pérdida de la inversión de tiempo, pero no lo es gracias al placer íntimo que significa el goce de la escritura. Un goce tan profundo que compensa ésa y otras variadas ingratitudes propias del oficio. Sobre todo las relacionadas con la parte pública: ese ingrato circo de la publicación, la presentación, la entrevista, el hablar en viva voz una y otra vez hasta el auténtico hartazgo de un libro que ha sido concebido, empollado e imaginado en el más precioso e íntimo de los silencios.
El escritor imagina a su lector ideal. Sueña poder conversar con él en esas presentaciones públicas que en las últimas décadas se han convertido en parte de las exigencias que las editoriales imponen sobre los escritores.
Se supone que parte del atractivo de compras que pueden ejercer las librerías y las editoriales es acercar al escritor con sus lectores pero nada parece ser más alejado de la verdad. Para algunos escritores, esto es un auténtico sufrimiento. Muchas veces los escritores somos sometidos a pasar por situaciones ridículas y hasta humillantes en público, todo sea en nombre de vender un libro, y muchas veces estas situaciones se dan no por gusto del escritor sino por exigencia de la casa editorial. Si estos circos publicitarios realmente contribuyen al aumento de ventas es algo que, las más de las veces, queda por ser demostrado.
Se dice que es preferible en muchos casos no conocer a los escritores, tipos que por los general somos seres hoscos, llenos de manías, vanidosos, antipáticos y acostumbrados a la soledad, que no sabemos muy bien cómo comportarnos en público adecuadamente. Piénselo bien: estamos ante alguien que emprende un oficio que se desarrolla, las más de las veces, en solitario. Y eso provoca ciertos hábitos que, a la larga, cuesta erradicar. Hay escritores que sufren de pánico escénico. Otros adoptan poses. Y al final todos somos humanos. Es posible que algún lector se desencante muy pronto de su escritor favorito viéndolo en persona, pero eso no lo convierte en mal escritor.
Igual puede ocurrir al revés. El escritor, emocionado, ha imaginado mientras se vestía para el evento, que encontraría un salón lleno de lectores ideales que han captado la esencia de su obra y su libro.
En esa imaginación, el escritor sostiene diálogos con seres que le hacen las preguntas que él siempre sueña que le hagan sobre sus libros pero que a nadie más que a él mismo se le ocurren. Pero lo cierto es que se topa con seres que no conocen su obra, la han leído superficialmente, no la comprenden o tienen una comprensión distorsionada del oficio de la escritura. Las más de las veces se cree que es un oficio de “inspiración”, algo que se puede hacer en momentitos libres, los fines de semana, y que supone millonarias ganancias para los autores. Que escribir es “soplar y hacer botellas”. Nada más alejado de la realidad.
Por lo demás, el lector es el que mantiene vigente una obra literaria. Es el que la mantendrá viva a través del tiempo. El que hablará de ella con un entusiasmo tan contagioso que provocará en otros la curiosidad de leerlo. Y otros compartirán ese gusto y entusiasmo.
Hay escritores que dicen escribir sin pensar en el lector y esto es sabio. Si el escritor tuviera demasiada conciencia del lector se congelaría y no escribiría posiblemente nada, en el intento de complacer a ese lector imaginario de múltiples rostros y personalidades. Y es imposible complacer a todos los lectores. De aquí que la idea de un lector ideal puede resultar medianamente saludable, a pesar de lo inasible que es.
(Publicada en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 29 de mayo 2011).
Que buen post. ¡Que buen post!. Si tuviera un resaltador a mano habría dejado completamente fosforecente toda la pantalla. Quisiera tener memoria fotográfica para que se me quedara grabado todas y cada una de las palabras que escribió aquí. Me fascinó. Ya lo compartí a todos. Felicitaciones y mil gracias por permitirnos leer esto. Saludos!
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Gracias José Manuel. Saludos a usted también.
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