Gabinete Caligari

Los infelices

Algunos meses antes de la muerte de la actriz francesa Maria Schneider, fallecida en febrero de este año, pude ver por televisión una entrevista que ella concedía en Cannes. En aquella mujer envejecida, descuidada físicamente y amargada de carácter apenas podía reconocerse a la sensual chiquilla de El último tango en Paris, la famosa película que interpretó junto a Marlon Brando, bajo la dirección de Bernardo Bertolucci.

Lo que en aquel momento parecía una buena oportunidad para su carrera terminó convirtiéndose en su cruz. A pesar de 52 títulos más en su haber, entre películas y programas de televisión, Schneider sería prácticamente sólo recordada por la película de Bertolucci, y dentro de la misma, por una escena que a ella le arrancó lágrimas de rabia.

Aquello opacaría su carrera para siempre. Todas sus actuaciones significarían siempre el esfuerzo de demostrar que era una actriz seria, algo que nunca logró. En la entrevista en cuestión mencionaba que El último tango en Paris la hizo profundamente infeliz durante toda su vida.

Su mención de la infelicidad me recordó a otra entrevista que le hicieran a la cantante estadounidense Nina Simone, donde dijo no haber tenido tampoco una vida feliz.

La extrema pobreza en la que creció, la discriminación racial que le impidió estudiar piano clásico, la violencia doméstica sufrida en su matrimonio con su representante Andrew Stroud y sus problemas con el alcohol, entre otros, llevaron a creer a muchos amigos y familiares de Simone que ella era un ser muy infeliz, pese a la afirmación contraria que haría la cantante luego en su autobiografía I put a spell on you.

Pero ya se sabe: hay ocasiones en que el corazón se ablanda y trata de dar un resignado balance general de conformidad, donde se dice haber sido “feliz”, sobre todo hacia el final de nuestras vidas, cuando la verdad muchos no han estado ni cerca de conocer aquel sentimiento.

Quizás es demasiado fácil ver desde fuera la vida de alguien y juzgar, desde nuestros parámetros personales, si una persona es feliz o no. Pero me parece que en la gran mayoría de casos, el ser humano no está domesticado para reconocer ni apreciar su propia la felicidad.

El ser humano no está entrenado para saber apreciar la felicidad ni para reconocerla ni aunque ésta le diera un puñetazo en la cara con un guante de boxeo y lo lanzara al suelo.

Reconocemos con facilidad la desgracia, el dolor, la traición, la miseria, la mezquindad, pero no la felicidad. Creemos que cuando ésta ocurra en la vida real, va a ser como en las películas: que van a sonar trompetas y violines a todo volumen y que algo va a pasar que hará que  todo se vea más grande, más definido y más multidimensional y technicolormente que nunca. Pero no es así. La felicidad nada más ocurre. Y la peor desgracia en la vida es no reconocerla. Morir pensando que se fue desgraciado. O menospreciar la felicidad de las cosas simples, las más sencillas de la vida, porque pensamos que la felicidad es algo grandilocuente, rimbombante, altisonante, excéntrico, grandioso.

La felicidad puede estar metida en un vaso de agua cuando se tiene sed. O en ese sorbo de buen café en las mañanas. O en hacer algo placentero a la hora en que se sabe que todos están trabajando. O ver a un ser querido sanar de una larga enfermedad. Esos pequeños placeres íntimos que nos provocan una sonrisa. O dejarlo todo para ir detrás de la consecución de un sueño. La felicidad está también en esos momentos de serenidad interior. En los más discretos, los más tranquilos, elusivos, resbaladizos, pasajeros, fugaces instantes porque de ese material escurridizo suele estar hecha.

Pero la felicidad no es algo que ocupe nuestros pensamientos. Rumiamos preocupaciones, asuntos pendientes, sueños incumplidos, pero rara vez veces analizamos lo que realmente definiría en concreto nuestra felicidad. Y si lo hacemos, lo realizamos desde la comparación de las cosas que nos faltan, de lo que carecemos, de lo que no obtendremos a corto plazo. Contamos lo que nos falta y no estamos agradecidos por lo que tenemos. Damos por sentado que lo que tenemos, como la salud física o el vaso de agua que colma nuestra sed o el plato de comida que sacia nuestra hambre, siempre estará ahí, sin ponernos a pensar que la vida da a veces vueltas tan inesperadas, que de un momento a otro bien podríamos perder hasta eso.

No puede darse una definición generalizada sobre la felicidad, pienso, porque tiene mediciones y definiciones individuales. Pero si no sabemos definirla, ¿cómo pretendemos reconocerla?

Preferimos la infelicidad, acaso porque puede justificar muchos de nuestros hábitos negativos, en los cuales nos sentimos cómodos. Es más fácil ser víctima, amargado o cínico que hacer de tripas corazón.

En la literatura, por ejemplo, la felicidad no es buen material. Si acaso es útil como material poético, pero en la narrativa no es buen pasto para el drama, la novela negra, la ciencia ficción, la novela de ningún tipo. La felicidad amenaza con volver cursi al escritor y la cursilería está prohibida, sobre todo para el escritor que pretende dárselas de serio.

No se puede escribir una historia cien por ciento feliz, porque lo que mueve a las historias es el drama, la búsqueda, el misterio, la hazaña, la carencia, algo que ocurre y que mueve a toda la trama y a los personajes a buscar o lograr algo. Puede haber personajes o situaciones felices, momentos felices, pero nunca una trama por completo feliz porque si no, no pasaría nada: no habría ideales que lograr, revoluciones que realizar, tierras extrañas por explorar, villanos que vencer, princesas que salvar, amores imposibles que conquistar, tesoros ocultos por descubrir. Ni en los cuentos infantiles se logra. Algo tiene que ocurrir siempre, algo que interrumpa la paz de esa felicidad, para que exista una historia. Si no, la trama sería aburrida y no habría evolución, avance, desarrollo dramático.

Por desgracia, en estos tiempos globalizados, la sociedad nos impone demasiados espejismos que nos prometen La Felicidad (así, con mayúsculas), y nos aferramos a esas imágenes como si fueran el misterio supremo de la vida. La belleza física, los bienes materiales, la riqueza, los lujos, lo ostentoso, el último modelo de cualquier cosa, los ídolos creados, son algunos de esos espejismos que la cultura circundante nos impone como parámetros inalienables de felicidad, parámetros tan altos e inalcanzables, que la norma general es la frustración.

Es incomprensible pensar que el ser humano va a construir su paradigma de felicidad en medio de semejante jungla de nociones contradictorias, en medio de tanta confusión.

Acaso lo que estamos necesitando es la creación de un nuevo sistema que rompa totalmente con lo conocido hasta hoy. Un sistema social que integre al ser humano como tal y no que lo considere un robot esclavizado generador de dinero para sus dueños. Un sistema que le permitiera, a cada ser humano, dedicarse a su realización personal y, mediante la explotación de sus talentos y su vocación personal auténtica, lograr el sustento personal justo. Ésa es la auténtica utopía.

Creo que si nos acercáramos a ese modelo estaríamos más cerca de la felicidad individual y colectiva. Porque ¿se imagina viviendo en un mundo donde los demás fueran felices? ¿Piensa usted que habría espacio para tanta agresión, criminalidad y violencia en un mundo donde las personas se sintieran realizadas individualmente?

En una entrevista hecha al escritor chileno Roberto Bolaño por la periodista Mónica Maristain y publicada en México por Playboy y en Argentina por Página 12, apenas una semana después de su fallecimiento en el 2003, a Bolaño le preguntaron cuándo había sido más feliz en su vida. Un problema hepático lo tenía esperando un trasplante que jamás llegó porque la muerte le pilló antes.

Él respondió: “Yo he sido feliz casi todos los días de mi vida, al menos durante un ratito, incluso en las circunstancias más adversas”.

Yo no soy lectora de Bolaño, pero me gustó esa frase. Porque pensamos también eso, que la felicidad es un estado de ánimo permanente, un lugar al que se llega para quedarse, cuando puede sentirse en varios momentos, en varios días, sin secuencia continuada.

Si hay una manera de no dejarse derrotar por el sistema y sus perpetuadores, esos que pretenden convertirnos en los esclavos de la película Metrópolis de Fritz Lang, siempre agotados, y con la cabeza agachada y la expresión angustiada y triste, sin sueños en el alma ni sentimientos en el corazón, sería ésa: arrebatarle a la vida y al sistema los momentos en que podemos decir “soy feliz pese a todo, ¿y qué?”.

Son las pequeñas maneras personales secretas que nos quedan todavía de rebelarnos contra el sistema.

4 Comments

  1. Felipe Argueta says

    Pienso que la verdadera felicidad debe ser un ejercicio cotidiano de buscar en las pequeñas cosas todos aquellos significados y valores que nos humanicen. Creo, ese puede ser un excelente antídoto contra la avalancha constante de alienación materialista a las que se ven sometidas las mentes, desde los medios de comunicación. Me encanta su reflexión ya que desde hace mucho, siempre me he preguntado ¿Soy realmente feliz? Y gracias a mi espíritu autodidacta he descubierto que la felicidad se debe buscar en cada una de esas pequeñas cosas: el regresar a casa luego de una jornada de doce horas trabajando frente a la computadora, y ser recibido por mi esposa con un beso y mi hijo con un fuerte abrazo.¡Eso llena mi universo de felicidad!

    Saludos Jacinta!

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  2. Guarnieri says

    La felicidad esta hecha de opiniones. Mi hermana me prestó ayer un ejemplar de Ars, la revista de la DNICA. A ella se la prestaron igual. Allí leí un poema ondina de M. Rosales titulado, ‘El mar es rojo’, de cuyo contenido me aturdió el verso siguiente: ‘Ella es un níspero podrido’. Pues enhebrando sus palabras Jacinta en las de Miroslava (¡vaya que la poesía cirílica deja verse en éste nombre!), se me ocurre decir que ‘la felicidad es un níspero podrido’. El níspero, no sé si lo sabe, alcanza su punto de dulzura ideal y DELICIOSO, al albor de su podredumbre. Así, mucho de lo bueno que ocurre en la vida es contiguo y simultáneo con eso que, por convención, tildamos de malo. Mas no lo notamos.
    Una amiga dice que la felicidad va y viene y que no es asexuada. Tiene razón. Otra amiga añade, que atisbar y acerar las concausas internas de nuestra felicidad, nos evita la pátina triste y confusa que viene del exterior y del bullicio de los sistemas. Tiene razón también.
    Para mí el poemita ‘Felicidad lograda’, de Eugenio Montale, nos dice un cacho de lo que vale saber sobre la perra y necia felicidad.
    Desacuerdo con usted sobre eso de crear un nuevo sistema que, como dijo el ganador de la categoría a mejor actor durante la entrega del Oscar, nos transmita ‘a good sense of life’. Esos sistemas existen ya en la práctica, pero el problema estriba en nuestro temor al compromiso que ellos exigen. Como usted sugiere, detestamos hacer de tripas corazón. Linda columna.

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  3. Antonio says

    Yo sí soy lector de Bolaño y el poder leerlo es parte de las cosas que me hacen feliz.

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