Mauricio Orellana Suárez ha tenido la generosidad de compartir, en exclusiva para los lectores de Jacintario, un avance de su novela Ciudad de Alado (Uruk Editores, San José, 2009).
Recuerden que estaremos presentando esta novela pasado mañana, el miércoles 9 de febrero, en el Centro Cultural de España de San Salvador, a las 6:30 p.m. Esperamos vender ejemplares de la misma la noche del evento. Se presentará también un material fílmico de Gonzalo Vides, realizado exclusivamente sobre la obra y que fuera incluido en la revista digital Los Anillos de Saturno, un proyecto de la AECID y de la Red de Centros Culturales de España.
Basta de bla bla y los dejo con Alado…
(Fragmento 1: del capítulo 3. “De mutante a ser humano”):
Casi puedo ver esos cinco segundos que se mueven más rápido enfrente de él, convertidos en una especie de ventarrón que va apartando obstáculos a la vanguardia, cinco segundos adelante. Es como si un anuncio de él mismo hiciera labor de abrir espacios anticipadamente, como zapadores, como escoltas de gala. Es obvio: nadie le encierra el paso como a mí, un mortal cualquiera.
Las personas y objetos parecen sembrados alrededor de su marcha. La ciudad entera parece enterrar a su lado las desproporciones bíblicas de Torre de Babel con que se yergue altanera en el medio de la vulgaridad. Alado es una vereda de tibieza flotante que se prolonga como cinta métrica que aspira a medir el infinito, y que se mantiene, sin embargo, por un oculto artilugio de fuerzas físicas desconocidas, a millones de años luz del verdadero infinito y de la verdadera duración que nace a partir de los fríos linderos de objetos y personas que se levantan a la par.
Detrás de esa prolongada cinta métrica me muevo, quizás sin avanzar; después de todo, la misma distancia, constante y sonante, me separa del monstruo de redes metálicas tendido al lado derecho del camino, y del risco sembrado de seres humanos sumido en el lado izquierdo, por mucho que camine. Ese mundo equidistante, yo lo sé, no tiene fin a mi lado.
Por de pronto sé que es un otro mundo frío: ni siquiera hace falta tocar algunos misterios para sentirlos soplar su indiferencia en el cuerpo. La indiferencia es helada, me basta pensar en témpanos para saberlo; saco, sin embargo, la mano del camino como pidiendo vía, como sintiendo el aire afuera; toco y confirmo: está frío, como ese miedo que comienza a hacer crecer sus holocaustos diarios en nosotros desde el instante mismo del alumbramiento. Hasta he podido tocar una juntura fuera del camino: trabajo tosco, hecho de prisa; obra reciente, sin bruñir aún.
Llegamos a la Alameda Juan Pablo Segundo. Ahí tomamos la 101-D, rumbo a Metrocentro. Ya en el colectivo vuelvo a ser parte de la periferia del camino; caigo como caer en redes de pesadillas; o despierto, mejor, y estoy de vuelta en el mundo de los empujones, de los tufos y de los apretujamientos. No hay espacio. No hay cinco segundos adelante, alrededor, que me protejan. Veo hacia afuera a través de la ventanilla y no logro evitar pensar que voy a pudrirme aquí en este cascajo. Veo afuera y mis lugares están secos, deshidratados como pasas ciruelas, exprimidos y solos. Yo, el cuero tirado en ellos; la carne sin esqueleto; el demolido, los sesos del niño esparcidos en el asfalto. Quizá Alado tenga razón. Una razón sin juegos. Quizá hace falta infestarnos los cuerpos con sangre verdadera; llenar los edificios con graffiti del pensante, del bueno; o morir de miedo, de nombre, o morir de sueldo, de chantaje.
(Fragmento 2: del capítulo 4: “Primeros engendros del juicio final”):
Me ha parecido ver una mujer cosida entre lo roto de los vidrios nevados en uno de los ventanales. Llevaba rulos y era rubia. No le he dicho nada a Alado, después de todo pudo haber sido sólo una alucinación pactada por el reflejo del sol en los vidrios: la luz solar y sus rulos.
(…)
La selva oscura alrededor es un montón de cajas, muebles viejos y cachivaches. Decadencia amontonada en los rincones. Estoy perplejo, parado en el medio de una bodega saturada de moho. El escenario que describo parece ser el hogar del encierro mental de un ser que aún no descifro en esta atmósfera de mal peyote. Me siento como un huésped en el interior de una mente enferma. Alrededor hay polvo cubriéndolo todo como si fuese un forro de terciopelo. Terciopelo de féretro. Verde. Verde musgo. Chilla una rata en un costado. Vuelvo a ver. No es una rata sino un bulto enorme. Una sombra gigantesca que busca volverse una forma concreta de… ¿hombre?
—Papá, él es Manuel —dice Alado, con un tono de voz que más parece una disculpa por mi sobresalto.
Me veo de pronto extendiendo la mano hacia lo que segundos antes fuera un bulto y previamente una rata. Él parece hacer nacer la mano desde una especie de nada que reside en una caída en construcción. Parezco estar al borde, en los andamios. Sé medir profundidades, por eso lo afirmo. El vértigo me ayuda.
—¿Le has ofrecido algo de beber? —pregunta con una voz que exige estar hecha de pasado.
—Estamos de prisa.
—Esa no es razón —dice la voz, esforzándose por convencerme de que no es la voz de un sueño—. Servite un trago, Manuel, hacé el favor —me dice, señalándome un pequeño bar de copas sucias y botellas imposibles, amontonado entre un librero polvoriento y un enorme archivero de metal. Ese archivero bien pudiera contener la prehistoria, me oigo susurrándome en la mente.
—Le agradezco —le he dicho, sin la menor intención de mover ni los ojos.
—Regreso en un minuto —me dice Alado, y de golpe comprendo el sentido absoluto de la relatividad del tiempo: han pasado diez años y no comienza aún a correr ese minuto prometido.
El padre de Alado, desde el abismo donde de seguro nace la vorágine que se me ofrece desnuda y bailando alrededor como una chica de barra-show, concentra en mi persona toda la impotencia vacía de su decrepitud. Tiemblo… ¿Un minuto dijo Alado? ¿Por qué no vuelve?
—Asia ha muerto —me dice el hombre, emitiendo un susurro confidente.
—Perdón, ¿decía usted?
—Asia… Yo la maté —me confiesa, acercando su rostro.
Un chillido, pienso. Sonó como un chillido, mientras se me viene a la mente la imagen de la mujer de rulos amparada tras los vidrios nevados de la casa.
Justo en este instante ha vuelto Alado. Con la mirada le digo todo, creo. Trae unos papeles en la mano. El padre se repliega en el rincón como cangrejo de playa que vuelve al hoyo en la arena obligado por un movimiento repentino que se produce cerca de su territorio. Hasta una brisa lo haría esconderse. Ha quedado al margen, midiendo con cierto recelo la mirada de reproche de mi amigo: su hijo.
—Le decía a Manuel que los tiempos están para no salir de casa —profiere a manera de excusa, como si su voz fuese una tenaza de cangrejo que, tímida, blande el crustáceo desde la madriguera.
—Claro. De casa —repite Alado en forma casual, sin prestar realmente oídos.
—¿No te parece a vos, Manuel? —insiste ahora.
Y me siento bicho inexperto arrinconado por felino viejo. Hasta los muebles que se apiñan alrededor me exigen dar una respuesta inmediata.
—Pero hay que relajarse —me dice el padre de mi amigo, con la sonrisa robada al gato de Alicia en el país de las maravillas—. La vida es aprender a relajarse, ¿no es así, Andrés?
—Así es, papá. Ahora nos vamos.
—Es lo que digo. Ahora vive en la calle —protesta el padre, sumiéndose aún más en la oscuridad de su rincón—. No son tiempos de calle —gruñe—. No podría…
Se ha quedado mirando sus manos, interrogándolas.
—Adiós, papá —le dice Alado, besándole la frente.
Y toma rumbo al comedor, buscando la salida.
Un polvillo amarillento parece cubrir las manos del padre. Me doy la vuelta para salir.
—¿La has visto? —pregunta a mis espaldas, con esa especie de chillido.
Prefiero no volver a ver, y salgo con la extraña sensación de haber asistido a un funeral que recién se ha llevado a cabo en la salita de estar de una mente insana, hondamente condenada.