Columna de opinión
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Obras maestras

De un tiempo para acá, me han sorprendido las afirmaciones de personas que en redes sociales califican de “obras maestras” a muchos estrenos de películas, series, libros o discos. Cualquiera pensaría que estamos viviendo una nueva época de oro y que la humanidad está creando gran cantidad de productos insuperables, de gran valor artístico.

La vehemencia con la que se hacen estas afirmaciones es tal que, cuando alguien manifiesta no estar de acuerdo, la persona es de inmediato tildada de estúpida o ignorante. Es decir, no hay derecho a tener un gusto diferente, ni siquiera cuando se argumentan los motivos por los cuales un producto no solamente no es de nuestro gusto, sino que está lejos de poder ser considerada una obra maestra.

El problema de fondo es la incapacidad de aceptar que hay opiniones y gustos diversos. Por desgracia, muchos usuarios en redes sociales creen que su opinión es una verdad universal y que disentir de ella merece insultos y agresiones. Esto se da en todos los temas posibles, desde el precio de la canasta básica, hasta asuntos políticos trascendentales para el bienestar de la sociedad.

Lo que sorprende de esto es que algunas de las personas que califican de obras maestras los materiales mencionados son personas con buen criterio y suficiente formación como para hacer un análisis objetivo de las obras. Muchos parecen dejarse llevar por las oleadas del marketing que acompaña dichos lanzamientos y por el entusiasmo de la novedad.

Un ejemplo de esto es la reciente serie Ripley, aparecida en Netflix. Basada en la obra de Patricia Highsmith, mucha gente se dejó llevar por la belleza de la fotografía y por el blanco y negro saturado de la producción que le otorgó, sin duda, una belleza estética casi hipnótica. Pero para mí, que soy seguidora de Highsmith y de la película de Anthony Minghella de 1999 (protagonizada por Matt Damon y Jude Law), la serie de Netflix tenía varios desaciertos. Estos van desde los actores seleccionados para los roles principales hasta la manera de establecer la relación entre Tom Ripley y Dickie Greenleaf, fundamental para comprender las motivaciones profundas de Ripley.

Hay muchos detalles que se diferencian de la novela. Esto es usual en cualquier adaptación de un libro. Pero hay asuntos de la trama que, al ser modificados, pueden influir sobre la manera en que nos identificamos o no con los personajes. Si hay algo que me parece fascinante en la novela de Highsmith es cómo ella nos induce, de manera muy sutil, a temer y preocuparnos por la suerte de Ripley, a pesar de que es un mediocre que mide sus pasos por interés y que hará cualquier cosa por salvar su propio pellejo. No vi reflejado eso en la serie, que me pareció muy fría y que no retuvo mi interés.

Algo parecido ocurrió con otra serie, La caída de la casa Usher, también de Netflix, que usó como gancho narrativo muchos elementos y personajes de los cuentos del escritor Edgar Allan Poe, pero fusionándolas en una historia de ambiente contemporáneo. El resultado se sintió forzado. Pero no faltaron los entusiastas que la calificaron de obra maestra.

Los comentarios o críticas que se hacen en redes sociales sobre las obras que consumimos son, en muchos casos, un medidor para conocer las reacciones generales, que pueden ayudarnos a decidir si nos tomamos el tiempo para ver algo o no. Pero la verdadera crítica busca promover una discusión sobre el valor estético de las obras y contribuir al conocimiento del contexto necesario para valorar las sutilezas de la trama, señalando sus logros y desaciertos.

Hay obras que nos impresionan tanto que nos hacen perder toda objetividad a la hora de recomendarlas, exaltando en ellas cualidades que, objetivamente, no poseen. Son obras con las que conectamos por un sinnúmero de motivos. También ocurre lo contrario, obras que desde un principio nos causan rechazo, sea por el tratamiento de la historia, la selección de los actores u otros elementos más complejos. Hay historias que nos remiten, de manera subconsciente, a momentos difíciles de nuestras vidas, que preferimos no recordar.

  Debemos comprender que el gusto es subjetivo y variado. No hay una obra que guste al cien por ciento de las personas, jamás. Y está bien que así sea. En la variedad está el gusto, dice el dicho, y justamente la variedad de propuestas artísticas que vamos conociendo nace de las diferentes inquietudes de los creadores. ¡Qué aburrido sería el mundo si a todos nos gustara lo mismo siempre, si cada obra musical, literaria, pictórica o fílmica nos complaciera plenamente! No habría espacio para la conversación, para el intercambio de ideas, para la reflexión ni para contrapropuestas o reinterpretaciones.

 Según el Vocabulario básico de la historia medieval del historiador medievalista e hispanista francés Pierre Bonnasie, el término “obra maestra” se originó en la pieza requerida para que un artista pudiera ingresar a un gremio en calidad de maestro. La elaboración de esa pieza equivalía a un riguroso examen, para el cual se exigía excelencia absoluta. Hoy en día, el término es aplicado a una obra que es valorada de manera positiva tanto por expertos como por el público. Pero deberá también convertirse en un referente en su campo y, además, trascender la prueba del tiempo y la limitación de las fronteras e idiomas.

Por lo demás, es complicado referirse a una obra maestra sin examinar el conjunto de la obra del autor, ya que el concepto se aplica también a una obra que representa la culminación y suma de su visión estética.

En ese sentido, la ligereza con que se proclama que algo es una obra maestra resulta contradictoria, ya que la poca capacidad de atención que tenemos y la velocidad a la que se producen nuevas obras, va relegando los materiales anteriores al olvido.

Sólo el tiempo demostrará cuántas y cuáles, de todas esas propuestas, se convertirán en referentes culturales duraderos y, por lo tanto, en verdaderas obras maestras.

(Publicada en sección de opinión, La Prensa Gráfica, domingo 5 de mayo, 2024. Foto de StockSnap en Pixabay).

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