¿Hay una relación entre el lenguaje y la naturaleza? ¿Qué pasaría si se dejaran de usar las palabras con las cuales nombramos a las plantas, los animales o los ciclos naturales? ¿Reflejan las palabras nuestra relación, positiva o negativa, con nuestro entorno?
Un estudio realizado por el psicólogo Miles Richardson, profesor de la Universidad de Derby, en el Reino Unido, estableció que el uso de palabras relacionadas con la naturaleza había declinado en más del 60 % entre los años de 1850 a 2019. Richardson desarrolló un modelo computacional para establecer el alcance de este declive en varias generaciones de anglo parlantes así como del uso de dichas palabras en libros publicados durante ese período. Hay que notar que el inicio del fenómeno coincide con el establecimiento de la Revolución Industrial, cuando los habitantes de las zonas rurales se vieron seducidos por el trabajo en las fábricas, abandonando sus lugares de origen en busca de mejores oportunidades en las ciudades.
El estudio de Richardson, que fue publicado en la revista Earth en julio de este año, señala que este declive de palabras refleja la desconexión que tenemos los seres humanos con la naturaleza. La creciente urbanización, los cambios en los estilos de vida, el modelo de plazas comerciales y espacios públicos encementados, así como la afectación que se produce en la transmisión intergeneracional de las palabras, son todos factores que contribuyen a dichos cambios en el lenguaje.
A esto podemos agregar el avance de la tecnología y su presencia abrumadora en los espacios de ocio, algo que se hace más evidente en la rotación de las palabras que entran y salen de los diccionarios. En 2007, por ejemplo, la edición del Diccionario Oxford Junior, el más usado en las aulas de clase del Reino Unido, removió docenas de palabras relacionadas con la naturaleza. Estas eran, sobre todo, nombres de plantas y aves como “acorn” (bellota), “bluebell” (campanilla) y “magpie” (urraca). Lo triste es que, así como salieron esas palabras “por falta de uso”, se incorporaron docenas de palabras de invención más reciente, relacionadas con la tecnología: blog, chat y MP3 player, entre otras. Por cierto, estas palabras tienen una suerte de significado universal, ya que se utilizan de la misma manera en inglés, español y diversos idiomas más.
Pese a numerosas críticas y a una campaña de recolección de firmas, encabezada por varios escritores (entre ellos, Margaret Atwood), los editores del diccionario se negaron a reincorporar las palabras retiradas, argumentando que su labor es retratar el lenguaje tal como está en uso y no el lenguaje que deseamos fuera usado.
Aunque estos ejemplos se refieren al inglés, es fácil suponer que el fenómeno está ocurriendo también en otros idiomas. Haciendo una búsqueda por internet sobre esta problemática encontré, además, la preocupación de diversos sectores por la extinción de las lenguas de los pueblos indígenas. En ellas se reflejan no solamente los nombres de muchas especies naturales, sino también de prácticas y conceptos que, si fueran aplicados a otras culturas, nos ayudarían a comprender ideas importantes sobre la relación entre los humanos y la naturaleza.
El proyecto Living-Language-Land seleccionó 26 palabras de varias lenguas indígenas del mundo, que señalan la conexión de dichos pueblos con sus tierras. Por ejemplo, la palabra itrofillmongen, en idioma mapudungun, de la región del lago Budi, del territorio Mapuche en Chile, significa “los elementos tangibles e intangibles de la diversidad de vida”. La palabra sardak, del idioma ladakhi, de la India, significa “los antepasados y dueños de la tierra”. O la palabra napuro, en idioma cuyonon, de las islas Cuyo de Filipinas, que significa “un bosque que parece una isla dentro de una isla”.
Estas palabras fueron presentadas en la COP26 (Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático del 2021), para provocar en los participantes la reflexión sobre la conexión de la humanidad con el mundo natural.
Los pueblos indígenas tienen una concepción integral sobre la naturaleza. Alessandra Korap Munduruku, líder del pueblo Munduruku en Brasil y ganadora del premio Goldman Environmental, afirma: “para nosotros, el bosque es una familia, es una madre, un hermano, un padre”. Aracely Riascos Piaguaje, del pueblo siona de Colombia afirma que los bosques “son los espacios espirituales, son la vida y son la cosmovisión de nosotros”.
Y de seguro es ahí donde se debe comenzar a buscar una solución a los problemas climatológicos y la depredación del mundo natural: en la concepción que tenemos sobre la naturaleza y en cómo nos referimos a ella. Porque cuando la consideramos un “recurso”, la reducimos a algo con valor de uso y explotación infinitos. Hacemos una clara separación entre la naturaleza y los seres humanos, porque no nos consideramos una parte integral del mundo natural.
Esto refleja también lo que el estudio de Richardson llama “la desconexión profunda” que tenemos con la naturaleza. El avance de los núcleos urbanos, donde se impulsa un tipo de vivienda vertical (en apartamentos) o la concentración de viviendas sin espacio para cultivar un jardín o una huerta casera, así como la pavimentación de los espacios públicos (plazas, parqueos), contribuyen a dicha desconexión. Se desconocen no sólo las palabras para nombrar plantas, animales y espacios geográficos, sino que, al no convivir con ellos, es casi imposible tener consciencia de que una planta, animal o río es un ser vivo que conforma parte de una red interconectada.
Para quienes viven en espacios urbanos, la relación con los animales se limita, en muchos casos, a la convivencia con animales domésticos como perros y gatos. Aun así, se les obliga a vivir en entornos no aptos para ellos y son forzados a portarse en formas contrarias a su naturaleza animal.
El desconocimiento de los nombres propios relacionados con la naturaleza impide que los adultos transmitan ese conocimiento, en apariencia inútil, a sus hijos o nietos. Pero al no saber nombrar plantas o animales, vamos también borrando sus atributos y sus ciclos de vida. Ese olvido contribuye a la indiferencia sobre su posible extinción y perpetúa un ciclo generacional de desconocimiento.
Frente a la acelerada degradación ecológica, que se extiende incluso al idioma, Miles Richardson concluye que es imprescindible restituir la conexión entre los seres humanos y la naturaleza, integrando dicho concepto en los procesos educativos y la planificación urbana. Esto permitirá que las sociedades puedan enfrentar los cambios ambientales globales con mayor acierto y promoverá comportamientos en favor del ambiente. Dicho cambio debe ser sistémico para alinearse con la necesidad urgente que tiene la sociedad de restaurar la relación entre humanos y naturaleza, garantizando así socioecosistemas prósperos y sostenibles.
¿Qué podemos hacer? Tengamos la curiosidad de preguntar y conocer más sobre nuestro entorno natural. Existen varias aplicaciones y cuentas en redes sociales, que permiten identificar plantas y animales locales. Demandemos el respeto de los espacios y reservas naturales, como un eslabón importante para paliar los efectos del cambio climático, que ya estamos viviendo. Sembremos un jardín, aunque ese jardín consista en sólo un par de macetas. Para nuestras actividades vacacionales o de ocio, prioricemos la asistencia a lugares como jardines botánicos, parques con vegetación, reservas naturales, granjas, etc.
Nombrar a la naturaleza no es sólo un asunto lingüístico. También es parte de un proceso que nos enseñará a conservarla, respetarla y reconocerla como una parte indiscutible e importante de nuestras propias vidas y de nuestro futuro como especie.
(Publicado domingo 2 de noviembre, 2025, sección de opinión de La Prensa Gráfica, El Salvador. Foto propia, tomada en el Jardín Botánico La Laguna, Antiguo Cuscatlán).

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