Cada quince días enfrento la tarea de escribir esta columna. Trato de terminarla tres o cuatro días antes del cierre de edición, para poder corregirla sin presión alguna. Entregar un texto que no pase suficiente tiempo de reposo es algo que siempre me pone nerviosa. Pero es parte de las tribulaciones de trabajar en prensa y hay que convivir con ello.
Tengo una lista de ideas que voy anotando, temas que voy rumiando y que pienso pueden ser de interés general. En algunas ocasiones, han ocurrido tantos eventos o he tenido tantas ideas sobre temas a tratar, que la dificultad ha sido decidirse por algo en particular. En no pocas ocasiones, el problema es todo lo contrario y no tengo ni la más remota idea sobre lo que voy a escribir. Como hoy.
Cuando eso ocurre, a medida que se aproxima la inevitable hora del cierre de edición y mientras picoteo en el teclado párrafos y temas que no me terminan de convencer, recuerdo al poeta y periodista salvadoreño Serafín Quiteño, quien mantuvo una columna diaria durante dieciséis años en El Diario de Hoy. Comenzó a publicarse en 1961 y se llamaba “Ventana de colores”. Quiteño la publicó bajo el pseudónimo Pedro C. Maravilla y, según entiendo, fue una lectura muy gustada en su época. El hecho de que haya durado tanto es prueba de ello.
Hace un par de años, por asuntos circunstanciales, tuve oportunidad de conversar con su hija Margarita. Algo hablamos sobre su padre, de quién leí hace muchos años su poemario Corasón con S. Lo que no sabía era que Quiteño tuvo esa columna diaria. No sé de cuántas palabras constaban sus entregas, pero tener que hacerlo día a día debió ser todo un reto.
No pude evitar expresarle mi admiración por su padre, porque supuse que más de alguna vez se le habría complicado tener algo qué escribir. Margarita me comentó que, en efecto, en varias ocasiones, su padre andaba por toda la casa, exasperado, porque no sabía qué iba a escribir para el día siguiente; pero siempre, aunque fuera a última hora, lo lograba y entregaba el material justo a tiempo. Como lo suyo era una entrega cotidiana, el asunto no terminaba ahí, porque entregar una columna significaba comenzar a pensar de inmediato en la siguiente.
Pude imaginar a perfección los momentos de ansiedad, la mente en blanco y la desesperación del no poder escribir algo que debe entregarse en pocas horas. Lo puedo imaginar porque lo he pasado muchas veces. En momentos así, la angustia suele ser tan profunda que me pregunto si ya se me acabaron las palabras.
No hay que olvidar tampoco que los escritores somos humanos y que no estamos exentos de los múltiples problemas que la vida cotidiana nos impone. Tenemos que comer, pagar el alquiler y cumplir compromisos laborales, como todos. Algún evento de nuestras vidas puede llegar a ser tan apabullante que resulta difícil tener la concentración adecuada para escribir algo que se sabe será leído por un amplio rango de lectores. No es que uno no tenga nada qué decir, pero lo que nos carcome el pensamiento en esas etapas de la vida no siempre es material que pueda hacerse público.
Para algunos escritores, continuar escribiendo en medio de adversidades de cualquier índole es, precisamente, la prueba máxima. Pienso en Tomás Eloy Martínez y Henning Mankell, por ejemplo, quienes a pesar de sus enfermedades terminales, continuaron entregando sus columnas y escribiéndolas hasta el final.
Hace pocas semanas, un participante en mis talleres de narrativa me preguntaba si los escritores debemos pensar en el lector a la hora de escribir. Es una pregunta que me hacen a menudo y para la cual no hay una respuesta única ni correcta. Pienso que cada escritor debe encontrar la manera en que le fluya mejor su escritura. Le comenté que, en lo personal, cuando escribo mi narrativa no pienso nunca en el lector, en lo que vaya a opinar sobre mi persona o sobre el texto, si le gustará o le causará rechazo. No escribo mis novelas o cuentos para complacer a nadie ni para convencer a nadie de nada. Traslado en palabras las historias tal como las siento e imagino. No pensar en el lector es, en mi caso, un mecanismo necesario para no incurrir en la auto censura y para mantener la escritura como un ejercicio de libertad plena, que es lo que me interesa de escribir, como he manifestado en más de alguna ocasión.
El único momento de mi escritura en el que tengo muy presente al lector es cuando escribo esta columna, no sólo por la conciencia de que mi texto aparecerá publicado en el periódico de mayor circulación nacional y que será compartida en diversos espacios de la web, sino también por los comentarios que recibo por vías diversas. Es un privilegio saber que me lee gente de diferentes ámbitos, pero la conciencia de esos lectores también me hace asumir este espacio como una responsabilidad pública, que es como asumo la tarea de ser columnista.
Escribir con fecha de entrega es todo lo opuesto de la escritura literaria, donde el tiempo sirve para macerar el texto hasta llevarlo a su punto óptimo. En ese sentido, escribir esta columna es un reto constante y también un auto aprendizaje permanente. No sólo toca escribir a contratiempo y afanarse por hacerlo lo mejor posible, sino que también toca escribir sobreponiéndose a uno mismo, a sus circunstancias personales y hasta a sus silencios interiores.
Imagino que más de alguna vez, Serafín Quiteño habrá pensado en renunciar a su columna, ante la angustia del posible agotamiento de las ideas. Lo supongo porque a veces, yo también lo pienso. Pero la escritura ocurre de maneras misteriosas y siempre, aunque sea en el último momento, desde nuestras oscuridades innombrables, surgen las palabras necesarias para neutralizar el silencio de la página en blanco. Justo a tiempo para el cierre de edición.
(Publicada en Revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica de El Salvador, domingo 26 de marzo 2017. Foto de portadilla, Serafín Quiteño).
Hola Jacinta, hablando del autor que piensa en el lector mientras escribe creo que hace bien si es ensayista pero mal si escribe ficción. En la ficcion, creo que una vez que los personajes emerjan con un poco de carne sobre sus huesos, son ellos quienes impulsan al autor y dirigen el flujo de la novela. Me encanta tus columnas.
Un abrazo, Richard
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Gracias, saludos.
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Siempre he pensado que su columna tiene un valor intangible que es difícil ponderar ya que como bien dice una cuña en Radio Clásica, donde habla Roberto Salmón, sobre lo que Víctor Hugo piensa acerca de que los pueblos lo que necesitan es más arte, más teatros, más literatura, etc. De allí el valor de su columna para un pasito como el que nos ha tocado vivir, y bien la de Manlio Argueta, como dos escritores que poseen cada uno cosmovisiones especiales que nos ayudan a interpretar, ver o bien entender desde otras perspectivas los diferentes temas que domingo a domingo tratan. Esperamos entonces el tema del próximo domingo! Un saludo!
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Muchas gracias por sus palabras, Felipe, y por seguir esta columna. Saludos.
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Se evidencia una responsabilidad ética y un enorme compromiso de quien escribe.
Me parece muy interesante.
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Gracias por sus palabras. Saludos.
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