Desde octubre del año pasado, los trabajadores del Ministerio de Obras Públicas (MOP) se han convertido en parte de mi vida. Desde la ventana de mi estudio, en el segundo piso de mi casa, puedo ver hacia la Carretera Panamericana donde están trabajando.
Un día cualquiera aparecieron en el lugar y no han vuelto a irse. Me asomo a la ventana o a la calle a verlos trabajar cada vez que el ruido que producen las máquinas rompe mi concentración en el trabajo.
Así, de escena en escena, he ido observando todo el proceso de trabajo de la carretera. Desde el momento en que trituraron el asfalto hasta la puesta del concreto. He visto a los hombres del MOP ir y venir, con sus camisas anaranjado fosforescente, desteñidas por el sol inclemente de este lugar donde antes había cafetales y árboles y que ahora se convirtió en centros comerciales, colonias de gente pudiente y creo que hasta en un campo de golf. Y carreteras, claro, porque el salvadoreño ama a sus carreteras.
Un día cualquiera aparecieron en el lugar y no han vuelto a irse.
Una noche nos sacaron sustos terribles con las máquinas compactadoras que cuando pasan por la calle, hacen vibrar las casas como si fuera un terremoto. Los libros cayeron de mis estantes. Parecía que las ventanas iban a estallar. Cuando la casa temblaba tanto que me daba miedo estar adentro, salía a la calle a lloriquearle a los trabajadores, junto con todo el coro de vecinos, que uyuyuy, viera qué feo se siente, que no vamos a poder dormir y que no sé qué y que no sé cuánto, para al final despedirnos todos hechos un dechado de sonrisas y cortesías, como en una ópera con final feliz. Terminé acostumbrándome a los temblores de la compactadora. O por lo menos, ya no me dan tanto miedo como antes.
He visto cómo una máquina, grande como un elefante y lenta como un caracol, trituró el asfalto y cómo quedaron pedazos de concreto o de asfalto muy grandes y cómo la cargadora levantaba esos pedazos y los tiraba sobre la cama de un camión que rebotaba cuando el pedazo caía.
He visto cómo los hombres han preparado los carriles, limpiado el suelo, cómo han compactado el material, lo han humedecido, lo han vuelto a compactar, a rellenar, a compactar otra vez.
He visto cómo colocaron las calzas de hierro y las varillas, y cómo iban cortando las varillas sobrantes y cómo otro hombre iba con una máquina sopladora para ir limpiando todo, preparando el espacio. Todo es agitación y movimiento para el momento culminante de recibir a la mezcladora que tira el concreto sobre las cajas. Comienzan entonces aquellos hombres, como un enjambre de abejas, a trabajar el cemento en forma rápida. Todos los movimientos están tan bien medidos que pareciera ejecutan un ritual antiguo.
Los hombres se meten con botas de hule dentro del cemento, paleando, emparejando la mezcla. Luego otros que van detrás empiezan a emparejar la mezcla con unas reglas muy largas, como si hicieran un repello gigante, hasta que todo queda lisito, compacto, perfecto.
Mientras tanto, ya se hizo de noche y con inmensos faroles se ilumina el tramo trabajado. Un inspector va revisando las orillas y otro apunta cosas en un papel. Uno pasa con una manguera que emite vapor de agua para pringar el concreto con la delicadeza de un jardinero que riega rosas. Un hombre les vende café y una mujer les vende panes y los hombres cenan ahí, de pie, o se sientan un ratito sobre la cuneta, mientras yo, desde el estudio, oigo el murmullo de sus voces y de sus risas mientras comen. Me pregunto cuál será su plática. Me pregunto cómo, con un trabajo tan pesado y a esta hora de la noche, todavía tienen ganas de reír.
He visto a estos hombres armar una champa debajo de unos palos para pasar la madrugada. Los he escuchado trabajando de madrugada. He visto la alegría con la que se van los que terminan el turno, dándose la mano con los compañeros que se quedan con la faena de la noche por delante. Los he visto rodeando al hombre que mira por un aparato, que supongo es un teodolito, como quien espera noticias de un profeta. Uno, alguna noche, cantó una canción que no supe identificar.
He salido varias veces a hacer mi propia inspección de las obras. A ver qué hicieron, por dónde andan, cuánto o qué es lo que falta. Nos saludamos con los trabajadores. Intercambiamos sonrisas de cortesía. Le digo buen provecho al gordo que está sentado comiendo algo arrimado a un portón.
Los he visto rodeando al hombre que mira por un aparato, que supongo es un teodolito, como quien espera noticias de un profeta.
Me hubiera gustado ver el momento en que el cemento queda con el perfil de rayitas, pero me lo perdí. Deduzco que fue hecho por una máquina cuyo ruido me despertó a las dos de la mañana. Me dio pereza levantarme a ver. Al día siguiente, la calle amaneció con las rayitas.
Mi sueño ha sido interrumpido infinidad de veces por las máquinas trabajando a deshoras. La peor noche terminaron a las 2 y media de la madrugada para recomenzar a trabajar dos horas después.
El tránsito ha continuado tan pesado como siempre, pero los motoristas van más exaltados que de costumbre. La cantidad de veces al día que yo oigo pitar “la vieja”, por buses, coasters y carros, es asombrosa. Por curiosidad me puse a contar. Un día conté 15, otro día 12. Alguno pasó sonando su pito con el tema de El Padrino. No sé si eso cuenta como insulto.
El final de la obra se mira cerca. Dentro de poco, todos estos hombres se irán a otra parte, como una caravana de gitanos que se va con todo y su música.
Me alegraré mucho cuando por fin terminen. Pero también, de alguna manera torcida, creo que voy a extrañarlos cuando me asome a la ventana, cuando ya no escuche su murmullo, cuando un extraño ya no cante en medio de la noche.
(Publicado en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 11 de mayo 2014).
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