
Procesión del Santo Entierro en la Calle de la Amargura, con la Iglesia del Calvario en el fondo, San Salvador. (Foto de Patricia TT, licencia Creative Commons CC BY SA 3.0, tomada de Wikimedia Commons).
Me despertaba un ruido. Al comienzo se escuchaba a un volumen tan bajo que me preguntaba si lo había soñado. Pero después era evidente: escuchaba un tambor. Sonaba lejano. Un redoble seco, corto, solitario. Momentos después se escuchaba una estridencia. Una trompeta rasgaba el silencio de la noche con su grito doloroso, interrumpiendo de manera obscena la plática amorosa de los grillos.
Era la Procesión del Silencio que salía de la Iglesia de Fátima y avanzaba a paso lento hasta llegar al entonces conocido como Hospital Neumológico, a un kilómetro de la casa familiar en Los Planes de Renderos.
Cuando escuchaba que el cortejo se aproximaba a la casa, me levantaba, iba a la sala y me subía sobre una silla para ver la procesión desde una ventana alta que daba a la calle. Desde ahí lograba ver todo sin el estorbo de la cerca que bordeaba el jardín frontal.
Primero pasaban unos pocos hombres. Luego el grupo se iba compactando. Todos, o la mayoría, vestidos de camisa blanca. Nadie hablaba. Sólo se escuchaban los pasos, el tambor, la trompeta, el generador y el golpe de la matraca, sonido que me causa una angustia indecible.
Entonces aparecía la imagen del Señor Cautivo. Jesús amarrado con las manos al frente, atadas a un poste. Los ojos vendados. Una espléndida túnica de terciopelo morado con bordes de oro.
Detrás de la imagen iban más hombres con camisas blancas. Cuando el tambor y la trompeta callaban y la procesión se alejaba, comenzaba a hacerse un silencio tal que lo único que se escuchaba era el rumor de los pasos de la gente.
Decían en mi casa que a la Procesión del Silencio sólo podían ir los hombres, que tenían que ir de blanco, que era irrespetuoso hablar, que las mujeres que iban a esa procesión eran putas, porque ninguna mujer decente anda en la calle, a la medianoche, metida en una procesión llena de hombres.
A pesar de ello, siempre había algunas que iban. Eran pocas, nunca más de diez. Debían ir al final del grupo, calladas, de vestido oscuro y con una mantilla sobre la cabeza.
El ruido de la procesión se apagaba poco a poco y de nuevo el silencio se llenaba de grillos. Retornaba a mi cama impresionada por la imagen de la procesión de medianoche y no volvía a dormir sino hasta que el cortejo pasaba de regreso, ahora sí en realidad una procesión de silencio, porque ya no sonaban el tambor ni la trompeta ni el generador ni la matraca. Sólo se oían los pasos de los hombres, el roce de sus ropas.
Al día siguiente, Viernes Santo, acompañaba a mi padre al Barrio San Esteban, donde él tenía un mesón ubicado casi en la esquina de la 6ª. calle oriente, a dos pasos de la iglesia. Parte del ritual con mi padre era dar una caminata alrededor del Parque Barrios para ver cómo la gente hacía las alfombras de aserrín. Después esperábamos el Viacrucis en la Calle de la Amargura.
Lo que me impactaba de esa procesión eran los penitentes. Eran muchos, casi todos haciendo la procesión de rodillas, sobre el asfalto hirviente por el sol del mediodía. Algunos iban vendados y avanzaban con la ayuda de un familiar que los guiaba de la mano o que iba poniendo pedazos de cartón por donde el penitente iba a pasar. Había los que se negaban a aceptar cartones o pañuelos, eran los que iban con las rodillas ensangrentadas y llagadas. Alguno iba dándose golpes con un lazo lleno de nudos sobre la espalda. Dos o tres llevaban puesta sobre la cabeza una corona de espinas. Alguno iba descalzo, cargando una cruz.
Por la tarde la que soportaba el tormento era yo. Me llevaban a escuchar el Sermón de las Siete Palabras a la Iglesia de San Esteban. Yo no entendía ni jota. Me aburría. Me desesperaba interiormente. Soportaba el sermón con todo estoicismo para no ganarme una cachetada. Por suerte sólo nos quedábamos una hora.
Por la noche, ya de nuevo en Los Planes, mi madre preparaba las mantillas negras que nos teníamos que poner para cuando pasara el Santo Entierro enfrente de la casa. Cuando se oía el canto de la gente y la misma trompeta dolorosa de la noche anterior, salíamos a esperar la procesión. La gente cantaba canciones tan dramáticas y tan tristes que mi madre, que no era devota, soltaba algunas lágrimas. Mirábamos pasar la urna de vidrio con madera donde iba el cuerpo de Cristo, una imagen tan realista que daba la impresión de ser el cadáver real de un hombre lánguido y triste, acostado entre sedas blancas y cubiertas sus partes por un paño. Atrás la Virgen Dolorosa y la Magdalena, vestidas en negro cerrado de la cabeza a los pies, con la expresión compungida por el dolor.
Todo era triste en Semana Santa. El silencio de la ciudad con sus negocios cerrados. El poco tráfico. Una brisa que soplaba vapor caliente. Las tortas de pescado con garbanzos y las torrejas que comíamos como si fuera una comida de difunto. Ver a Jesús siendo crucificado una y otra vez en las películas que pasaban durante toda la semana por televisión, todos los años las mismas. Las marchas fúnebres que tocaban las únicas dos o tres estaciones de radio que trabajaban medio día en Viernes Santo y que transmitían en cadena con Radio Nacional. El agridulce canto de las chicharras, con su canción de amor y de muerte, de calor, de polvo, de desolación.
Nos quedábamos en la calle hasta que la procesión se perdía en la curva de adelante, camino al Hospital. Nos despedíamos de los vecinos y entrábamos de nuevo en nuestras casas, en silencio, con un auténtico sentimiento de pesadumbre. Con la sensación de que un conocido había muerto de verdad.
Afuera, en la oscuridad, las chicharras se afanaban en cantar la última canción de la sequía.
(Publicada en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 14 de abril de 2014).