Dos o tres personas que conozco, de diferentes ámbitos y que no se conocen entre sí, me hicieron comentarios tan parecidos sobre un mismo tema, que me dejaron pensativa. “Otro que se cree columnista” o “ahora todo mundo es columnista”, dijeron. La crítica iba dirigida en específico a las secciones de opinión de los periódicos impresos y digitales salvadoreños.
Criticaron el contenido y los autores de varias columnas de opinión. Terminaban abominando de todas y burlándose con desprecio de los columnistas. Fue inevitable sentirme aludida.
Es lamentable que un espacio periodístico que ofrece grandes posibilidades y que goza de mucho respeto en medios internacionales, sea percibido con tanta negatividad en el país. Aunque comprendo de dónde proviene la molestia. Más de una vez leo columnas que dan pena ajena, que son aburridas, que no dicen nada y sobre todo, nada nuevo, porque muchos pasan rumiando durante días los mismos temas.
Pero también hay columnas muy bien escritas, con argumentos sensatos, planteadas de manera respetuosa y sin prejuicios, que ponen el dedo en la llaga de algún asunto del cual es necesario hablar; hay columnas escritas con un fino sentido de la ironía y otras que dicen verdades que son bofetadas necesarias para asumir la realidad de este complejo país.
Las columnas de opinión de los diarios impresos y digitales son, en gran medida, una buena forma de tomar el pulso de la realidad, tomando en cuenta opiniones muy diversas.
El lector busca encontrar en ellas a alguien que represente sus mismas ideas y que exprese su sentir. Alguien que puede decir en público lo que el ciudadano común no tiene oportunidad de hacer. El columnista llega a representar, de alguna manera, el sentir de los lectores y la esperanza o la certeza de que muchos compartimos las mismas opiniones.
El columnista es, además, un formador de opinión. A nivel social, la columna viene a plantear detonantes para discutir y reflexionar sobre un sinnúmero de temas que, de otra manera, sólo serían discutidos en el ámbito privado. El lector participa en esta discusión enviando cartas a las redacciones de los periódicos o mediante los comentarios en las versiones digitales de los medios informativos y en las redes sociales.
Muchos escritores han tenido columnas de opinión como Mark Twain, Ambrose Bierce, Ernest Hemingway y Hunter S. Thompson. Las columnas de Javier Marías, Rosa Montero, Héctor Abad Faciolince y Mario Vargas Llosa son de las más leídas en el mundo hispano hablante.
Hay gente que ha destacado sobre todo como columnista, a pesar de haber ejercido otros oficios. El humorista estadounidense Art Buchald se hizo famoso por su columna de sátira política publicada en The Washington Post. Su columna sindicada ganó el Premio Pulitzer para comentario en 1982.
Dorothy Thompson también tuvo una reconocida columna sindicada a partir de 1936. Fue la primera periodista expulsada de Alemania por los nazis, debido a su crítico retrato de Adolf Hitler, a quien entrevistó en más de una ocasión. En 1939, la revista Time la nombró la segunda mujer de mayor influencia en los Estados Unidos. El primer lugar se lo dieron a Eleanor Roosevelt.
El mexicano Carlos Monsiváis supo convertir sus columnas en un espacio cargado de refranes populares, versos de canciones, ironía y una actitud crítica hacia los políticos. Su columna “Por mi madre, bohemios” se publicó durante casi 42 años.
En lo personal, la tarea de escribir esta columna me descubrió otra más de las vastas posibilidades que ofrece el ejercicio de la escritura. Siendo un texto con características propias, presenta retos que no se repiten en otros géneros de escritura, como la novela, el cuento, la crónica o el ensayo.
Si la escritura de ficción implica un ejercicio de introspección bastante intenso (donde no pensar en el lector es saludable para evitar la auto-censura), la escritura de una columna periodística requiere todo lo contrario: una escritura abierta, hacia afuera, pensada para todo tipo de lectores, con un amplio espectro de creencias, ideologías e intereses.
Escribir una columna implica pensar en el lector, en todo momento. Es una especie de diálogo imaginario con alguien. Un diálogo que no puede darse ni podrá existir si no se trata al lector con respeto, como un ser inteligente que, aunque tenga ideas diferentes, no es juzgado ni criticado. No es con prejuicios ni con insultos como se logra construir diálogo ni tener una discusión de altura.
La única razón de ser de un texto de opinión es la interacción con el lector. Nadie escribe una columna para dejarla guardada en la gaveta. La columna es escrita para ser publicada.
Esa escritura hacia afuera que plantea un diálogo con los lectores, obliga al columnista a estar atento para captar el sentir de la gente con la que se relaciona en el día a día. Escuchar lo que hablan los extraños en la cola del supermercado, en el salón de belleza, en el banco, en el café; leer los comentarios en las redes sociales y en las páginas virtuales de los medios informativos; conversar con el taxista, la mesera, la señora de la tienda o los vecinos; todo eso provoca ideas para tratar temas de amplio interés.
Que surjan más columnistas no me parece negativo, siempre y cuando sus textos renueven las discusiones que con frecuencia vemos en las diferentes columnas y que, por lo general, están estancadas en los mismos temas. Ojalá esos nuevos columnistas encuentren enfoques y consideraciones novedosas para puntos ya debatidos hasta el cansancio. Ojalá que no se dejen dominar por el hígado. Ojalá que contribuyan a que la discusión sea constructiva y enriquecedora a través de contenidos de alta calidad.
Es necesario incluir nuevas voces en la conversación, para enriquecerla, para refrescarla. Pero eso sólo se logrará si nosotros, los columnistas, recordamos que la columna implica un sentido de responsabilidad social.
(Publicado en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 17 de noviembre, 2013).
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