En El Salvador los llamamos “tacuazín”; en Nicaragua les llaman “zorro cola pelada”; en Costa Rica son “zorros” nada más; en otros países son conocidos como “zarigüeyas” o “tlacuaches” y en inglés se llaman “opossum”. En algunas islas del Caribe como Antigua, Grenada, Dominica y Trinidad, se les llama “manicou” y es un platillo muy apetecido que aseguran sabe a pollo. Su nombre científico, para quien todavía no lo identifica, es Didelphis marsupialis.
El animalito se encuentra desde el sur de Canadá hasta el norte de la Argentina. Se alimenta de vegetales, frutas, larvas, gusanos y en situaciones extremas de huevos y pequeños mamíferos y reptiles.
Cuentan con un marsupio, es decir, con un pliegue de piel que recubre las mamas de la hembra y forma una bolsa a forma de incubadora hacia donde las crías se arrastran tras su nacimiento y donde terminarán de desarrollarse, mientras beben la leche de la madre. En los tacuacines, este período dentro del marsupio dura sesenta días luego de una gestación de apenas catorce días.
Se le considera un auténtico fósil viviente debido a que ha subsistido durante 60 millones de años sin experimentar cambios notables en su fisonomía y se les considera una de las familias más viejas de mamíferos que habitan sobre la Tierra.
Lo de tacuazín viene de la palabra nahua tlacuatzin. Según el Diccionario de mitología y religión de Mesoamérica de Yolotl González Torres, su cola tiene usos medicinales pues se le da cocida a las parturientas con el fin de dar a luz con rapidez y facilidad. Se creía incluso que aumentaba la capacidad para aumentar la producción de leche materna. Entre los mayas se decía que Hunahpú e Ixbalanqué arrojaron a los animales de su milpa y agarraron al tacuazín por la cola, pero aunque éste logró escapar, le dejaron la cola sin pelos. Otras leyendas sobre por qué este animal no tiene pelo en su cola son referidas por los huicholes y totonacos. Ambos pueblos coinciden en que fue el tacuazín el animal que robó el fuego de los dioses para dárselo a los humanos y para hacerlo, usó su cola.
Para mí, que crecí en Los Planes de Renderos, en medio del monte y con un montón de animales, entre ellos gallinas y patos, la presencia de los tacuacines era algo normal. En aquella época teníamos tres gatos y una vez los tres acorralaron y persiguieron a un tacuazín que pretendía meterse en el corral de las gallinas. No lograron atraparlo, porque de alguna manera el tacuazín se las arregló para escapar. Pero lo que más me sorprendió fue ver a los gatos cazando organizadamente, cosa que es bastante extraña pues el gato doméstico suele ser un cazador solitario.
Otra vez, en mi casa en Managua, donde tenía un jardín mediano, me desperté una noche porque oí “pasos” afuera, pasos que aplastaban las hojas caídas de un árbol de almendro. Me asusté un poco porque pensé era un ladrón. Encendí la luz de afuera para ver de qué se trataba: el “ladrón” era un tacuazín, que ante la luz encendida se detuvo un momento, deslumbrado, pero de inmediato siguió con su tarea. Lo que hacía era examinar las hojas secas caídas del almendro y seleccionar algunas para su escondrijo; se las pasaba por las garritas y luego se las acomodaba en la cola, donde llevaba un buen rollo de hojas. Cuando terminó con lo suyo se fue por un muro, apretando bien la cola para no perder su botín. Algún tiempo después vería no sé si al mismo animalito, pero llevaba a sus chiquitos colgados encima.
Pero lo más divertido que me ha pasado con un tacuazín fue esto: Una noche escuché un crunch crunch que venía de la cocina. La cocina tenía una puerta que daba al jardín y que yo había dejado abierta porque había dejado unos huesos de pollo para alguno de mis gatos (no recuerdo ahora si para la Loli o la Teodora o Hirohito).
Lo malo del crunch crunch era que el gato en cuestión estaba en mi cuarto, conmigo, así es que la pregunta era ¿quién se estaba comiendo tan estrepitosamente los huesos de pollo? Pensé que era algún otro gato invasor, así es que agarré una escoba y salí a defender la comida de mi gato. Entré a la cocina, encendí la luz y oh sorpresa, el comensal era un tacuazín. Al encender la luz se sorprendió. Se me quedó viendo, con un hueso entre las garritas y en suspenso a ver qué hacía yo. Y al ver que yo no hacía nada, siguió comiendo tan tranquilo, eso sí, echándome un ojo por cualquier cosa. Yo indignada, comencé a hacerle ssshhhhtttt para que se fuera, y él como si nada. Así es que le pegué un escobazo, más bien un suave empujón, para que saliera. El tacuazín se enojó, me siseó y peló los dientes de manera amenazante. Entonces yo también me enojé y le grité que no fuera abusivo, que se fuera, y le pegué un buen par de escobazos más. Y de pronto, el tacuazín estaba muerto. Muertísimo.
Cayó redondito, patas arriba. Yo me sorprendí. No sabía que los tacuacines fueran tan delicados. Y me sorprendí más porque no sentí que le había pegado tan duro como para matarlo. Lo moví con el pie, hasta me fijé si respiraba o no, pero no daba signos de vida.
Yo estaba totalmente desconcertada. Con la culpa de haber matado un animal. Pensando que mejor lo hubiera dejado comerse los huesos de pollo en paz. Ahora tenía el problema de pensar qué hacer con el cuerpo. ¿Meterlo en una bolsa y tirarlo en el botadero de basura de la vuelta de la esquina? Pensé en el mal olor así es que lo descarté. No tenía más remedio que enterrarlo en mi propio jardín.
Me senté en el comedor a pensar dónde hacerlo, en el esfuerzo que me costaría, en la hora que era, en si podía esperar hasta el día siguiente, todo con salpicaduras de culpa católica. Me levanté de nuevo para puyarlo un poco con el palo de la escoba y asegurarme que estuviera bien muerto, porque pensé sólo estaría herido o atontado. Nada. Me sorprendió lo rápido que se había puesto tieso. Tenía las manitos agarrotadas al pecho, la trompa abierta, la lengua colgando y le podías dar vuelta como una pelota. Estaba muerto, no había duda.
Seguí pensando qué hacer y cuando ya había decidido ir a buscar la pala, el “muerto” se levantó y salió corriendo más veloz que un rayo de la cocina. ¡El tacuazín había fingido su muerte! Lo vi irse corriendo por el jardín y trepar por el muro para escapar de mis dominios.
Y todavía, años después, me estoy riendo del tacuazín que “maté”.
Esta habilidad de hacerse el muerto es uno de sus mecanismos de defensa más hábiles para evadir a los predadores en los bosques y selvas donde habita, un mecanismo que yo desconocía hasta que lo vi con mis propios ojos. De hecho no se considera que sean animales particularmente combativos y prefieren hacer uso de este mecanismo o de huir apresuradamente de cualquier situación de peligro antes que enfrentarse con sus enemigos.
Hace pocos años leí un precioso cuento infantil de la autora japonesa Keiko Kasza titulado No te rías, Pepe donde una mamá tacuazín le trata de enseñar a su hijo Pepe precisamente esa habilidad de hacerse los muertos que tienen estos animalitos. Pero el problema es que Pepe, como diríamos en buen salvadoreño, es un gran bayunco, todo le da risa, y no puede quedarse quieto y serio haciéndose el muerto, hasta que un día se topa con un viejo oso gruñón y tiene que aprender la lección obligadamente.
Desafortunadamente su gusto por los pollos y algunas creencias como el que transmiten enfermedades lo convierten en un animal muy perseguido en nuestro medio. Se cree por ejemplo que el tacuazín transmite la rabia, pero se ha comprobado que tienen una gran capacidad de resistencia ante esta enfermedad.
Lo cierto es que, como a tantas otras especies, la depredación de su hábitat por el hombre le ha obligado a luchar contra un medio cada vez más hostil. Es menester del ser humano informarse bien sobre las especies que le rodean para aprender a convivir con ellas en equilibrio.
(Publicado en la revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica, domingo 22 de julio 2012).
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