El otro día leí una anécdota en internet que me llamó la atención. Supuestamente le ocurrió a John Lennon, aunque en otras partes aparece de manera anónima. Cuando tenía 5 años, su madre siempre le decía que la clave de la vida era ser feliz. Cuando entró a la escuela le preguntaron qué quería ser cuando fuera grande. Él respondió: “quiero ser feliz”. Los adultos le dijeron que no había comprendido la pregunta. El niño Lennon respondió: “ustedes no han comprendido la vida”.
La felicidad es un tema que ha desvelado desde el origen de los tiempos a todos los pensadores. Hay cientos de definiciones y libros escritos sobre ello y podríamos hacer un vasto inventario con todo ello.
En el campo de la literatura, curiosamente, la felicidad es mala consejera. Es decir, en la narrativa los personajes pueden buscar y luchar por la felicidad (tal como lo hacemos las personas comunes en la vida). Pero pensar que puede escribirse una novela o un cuento basado estrictamente en la felicidad sería imposible. Para que un texto narrativo tenga vida debe haber un conflicto. Y donde hay felicidad se supone que hay ausencia de conflicto, ausencia de mal. ¿Se imagina leer una novela donde todos los personajes son felices todo el tiempo? No pasaría nada y el interés se agotaría rápidamente. Por lo tanto, en la narrativa, eso no podría existir. No así en el campo más amplio de la poesía, que puede cantar las miserias de la tristeza y el dolor pero también las glorias de la felicidad en un poema.
La búsqueda de la felicidad es algo intrínseco al ser humano. Es un pensamiento que ocupa gran parte de nuestro de nuestro afán diario y de nuestra realización como seres humanos. Es posiblemente lo que nos mueve en la vida de manera general. Si nos preguntáramos íntimamente qué deseamos de la vida, y respondiéramos, sabemos que en el fondo lo que estamos deseando es eso que llamamos felicidad.
¿Pero cómo la definimos? En la introducción del libro El arte de la vida del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, llamada irónicamente “¿Qué hay de malo en la felicidad?”, el autor examina precisamente el concepto actual bajo el cual la sociedad parece estar convencida que está buscando la felicidad. Un concepto equívoco, según Bauman, ya que está íntimamente ligado al haber y al tener, a la cantidad de bienes materiales que se acumulan y se producen e incluso al PIB de los pueblos, pero no al sentimiento de bienestar subjetivo que es donde verdaderamente deberíamos buscarlo.
Según Bauman, se cree que hay una estrecha relación entre crecimiento económico y felicidad, y de hecho se toma como una de las más evidentes. Cuando más se tiene, nada falta y no puede haber tristeza ¿verdad? Pero en nuestras sociedades orientadas y dirigidas hacia el consumo, nunca se tiene lo suficiente. Siempre hay algo más que comprar, algo más que tener. Nunca se termina de comprar. Nunca se termina de contraer deudas ni de pagarlas. Y por lo tanto, la felicidad parece nunca llegar porque siempre hay algún pendiente en nuestra lista.
A medida que la sociedad es más próspera se supondría que es más feliz y que el ritmo de crecimiento entre lo económico y la felicidad debería ser paralelo, según esta lógica. Mientras más se tiene, más se logra, más se obtiene. Pero la realidad es otra muy diferente.
Paralelo al afán interminable de consumo que nos impone este espejismo de un concepto mal asimilado, el aumento de la prosperidad supone también un aumento de la criminalidad: desde robos a casas y vehículos hasta tráfico de drogas, atracos y corrupción económica.
“Nuestra era moderna empezó en serio con la proclamación del derecho humano universal de buscar la felicidad y la promesa de demostrar su superioridad sobre las formas de vida que reemplazaba, haciendo que esta búsqueda de la felicidad fuera menos engorrosa y ardua y, al mismo tiempo, más efectiva. Por tanto, cabe preguntarse si los medios propuestos para conseguir tal demostración (principalmente el crecimiento económico continuado medido por el incremento del ‘producto interior bruto’) fueron mal elegidos. En este caso, ¿cuál fue exactamente el error en dicha elección?”, se pregunta Bauman.
El PIB por lo tanto no puede ser el reflejo de la felicidad de un país, a menos que se establezcan políticas expresas para que así sean. Recordemos el caso de Bután, país que incluso propuso en el 2010 ante la Asamblea General de las Naciones Unidas que la felicidad fuese uno de los Objetivos del Milenio de la ONU (moción que por cierto quedó en el limbo). Aquel país ha trabajado en lo que llama la Felicidad Nacional Bruta (FNB) como un término complementario al Producto Interno Bruto. Lo que comenzó como un concepto basado en la práctica del budismo, vino poco a poco a convertirse en una tesis sustentada por diversos estudios científicos y económicos, que ha trascendido fronteras y que gana adeptos día a día.
La FNB sirve para medir la calidad de vida de los seres humanos desde un concepto holístico que ampara no solamente elementos de bienestar material, sino también de bienestar personal. Lo que promueve es que el verdadero desarrollo humano reside en el desarrollo material y espiritual, y que ambos son complementarios y mutuos. Sus cuatro pilares son la promoción del desarrollo socioeconómico sostenible e igualitario, la preservación y promoción de los valores culturales, la conservación del medio ambiente y el establecimiento de un buen gobierno.
Bauman, por su parte, agrega que aproximadamente la mitad de los bienes cruciales para la felicidad humana no se encuentran disponibles en el mercado y que no se hallarán en un centro comercial, “como el amor y la amistad, los placeres de la vida hogareña, la satisfacción que produce cuidar a los seres queridos o ayudar a un vecino en apuros, la autoestima que nace del trabajo bien hecho, la satisfacción del ‘instinto profesional’ que es común a todos nosotros, el aprecio, la solidaridad y el respeto a nuestros compañeros de trabajo y a todas las personas con quienes nos relacionamos; tampoco allí encontraremos la manera de liberarnos de las amenazas de desconsideración, desprecio, rechazo y humillación”.
El gran fallo del concepto errado de felicidad, basado en el consumismo, es que crea el espejismo que debemos luchar duro por encontrarlo en los lugares equivocados y debemos compensar a nuestros seres queridos con objetos caros por el tiempo que no podemos estar con ellos, porque estamos demasiados ocupados trabajando para obtener eso que pensamos es la felicidad. Es un círculo vicioso del cual no sabemos salir y sólo nos metemos más profundo en la trampa.
Pero la búsqueda de la felicidad nunca acabará pues eso equivaldría al fin de la propia felicidad, explica Bauman. “Al no ser alcanzable el estado de felicidad estable, sólo la persecución de este objetivo porfiadamente huidizo puede mantener felices (por moderadamente que sea) a los corredores que la persiguen. La pista que conduce a la felicidad no tiene línea de meta. Los medios ostensibles se convierten en fines y el único consuelo disponible ante lo escurridizo de este soñado y codiciado ‘estado de felicidad’ consiste en seguir corriendo; mientras uno sigue en la carrera, sin caer agotado y sin ver una tarjeta roja, la esperanza de una victoria final sigue viva”.
Por desgracia, mientras los políticos se empeñen en hacernos creer en el concepto económico de prosperidad y mientras la sociedad siga engañándonos con sus marcas, etiquetas y logos de diseñadores, seguiremos enredados en ese falso camino que descubre Bauman.
“En una sociedad de compradores y una vida de compras, somos felices mientras no perdamos la esperanza de llegar a ser felices; estamos asegurados contra la infelicidad siempre que podamos mantener esta esperanza. Así, la llave de la felicidad y el antídoto contra la amargura consiste en mantener viva la esperanza de llegar a ser felices. Sin embargo, sólo puede mantenerse viva si se cumple la condición de una rápida sucesión de ‘nuevas oportunidades’ y ‘nuevos comienzos’, y con la perspectiva de una cadena infinita de nuevos comienzos”.
Finalmente Bauman argumenta que la vida es una obra de arte. Y como lo requiere cualquier arte, es necesario plantearse metas que vayan más allá de nuestras capacidades, plantearnos retos difíciles de conseguir, para lograr resultados sorprendentes. La felicidad “genuina, verdadera y completa” sería uno de esos resultados.
(Publicado domingo 19 de febrero 2012, revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica).
PIenso que la felicidad, es un estado maravilloso de nuestro ser interno y no puede describirse con palabras. Es un estado personal, que cada quien siente de acuerdo a su nivel de conciencia espiritual y al estado emocional de un momento dado. Así, el santo es feliz hacienco el bien como el perverso haciendo el mal. La verdadera felicidad es una irradiación del alma; entre más pura sea, más feliz es la persona. Un corazón libre de perjuicios, egoísmo, miedo, orgullo, ira etc. Puede ser dentro de sus mismas necesidades más feliz que aquellos que viven en la opulencia engañados por estos contaminantes del espíritu. La feliciad es esporádica en mundos como éste, porque nuestro nivel de conciencia no nos permite mantenernos amando. La felicidad del perverso y de todos aquellos que gozan con el dolor ajeno, es una distorsión enfermiza de un concepto y no de la humildad y el amor que se necesita para vivir permanentemente feliz. Por tanto, la felicidad está dentro de nosotros mismos, busquémosla en el corazón, porque es el sitio en donde la hemos perdido.
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