Escribo esto en el primer día de sol después del prolongado período de lluvias que dejó anegado y en desgracia, una vez más, a nuestro país. 32 muertos, 2 desaparecidos, miles de evacuados, cientos de casas, carreteras y puentes destruidos, cosechas perdidas a todo lo largo y ancho del país es apenas parte de lo que se vislumbra como las consecuencias directas de este fenómeno.
Y esto es sólo el comienzo. Ya vendrán las cifras oficiales de daños (si no es que salieron ya para cuando esta nota se publique, recuerden que yo entrego una semana antes de publicación). Ya vendrán las consecuencias que a mediano y largo plazo impactarán en la vida de todos. Porque las afectaciones serán de diversa índole.
Las cosechas perdidas impactarán directamente en los precios de los alimentos ya de por sí tensionados por diversos factores, desde especulaciones financieras hasta la crisis económica. Lo del precio de los alimentos se agravará debido a que las lluvias afectaron a toda Centro América y la producción de países vecinos que nos suelen suplir, como Guatemala, Honduras, Nicaragua y Costa Rica, también se vio seriamente afectada.
Podrá pensarse que quizás las obras de reconstrucción generen empleo provisional y eso sea un alivio a nivel económico, aunque sea temporal, para algunos salvadoreños. Pero eso dependerá de cuánta sea la ayuda internacional que se reciba para dichas tareas, de cuán pronto pueda venir y bajo qué condiciones, y de la eficiencia del Estado para manejar y administrar dicha ayuda.
Sin embargo lo más importante es otra tarea, que a estas alturas resulta vital. Desde hace unos años lo venimos sabiendo. La Coordinación y Evaluación de Desastres de Naciones Unidas (UNDAC) tiene catalogado a El Salvador como uno de los países más vulnerables del mundo.
En un estudio realizado en el 2010, el UNDAC detalló que el 88,7 por ciento del territorio nacional es vulnerable a desastres naturales. Con el nivel de sobrepoblación que tenemos, esto implica que 95 por ciento de los habitantes de este país estamos propensos, en mayor o menor medida, a sufrir las consecuencias de estos desastres, sea en áreas rurales o urbanas.
Estas no son cifras para tomarse a la ligera. Cuando se piensa que casi la totalidad de la población es vulnerable, este tipo de eventos cobra mayor importancia y deben llamarnos todavía más la atención. Los planes de emergencia y sobre todo los de reconstrucción deben estar enfocados en un plan preventivo a largo plazo, porque la vulnerabilidad no desaparecerá con la simple salida del sol. Las cárcavas, las comunidades en lugares de riesgo, las champas construidas con materiales improvisados, todo eso continuará. Cuando la gente salga de los refugios y pueda volver a algún lugar, a donde volverá es a su tierrita y a lo que conoce como su casa, aunque esa casa esté a la orilla de un barranco o en el fondo de uno, a la orilla de lo que en verano es una inocente quebrada o a la casa a la orilla de la cárcava o al Bajo Lempa, porque no tiene otro lugar a donde ir y porque nadie nunca le ha asignado otro terreno seguro a donde poderse mover.
Estamos hablando de un fenómeno de lluvias que dentro de la vida del trópico es normal. Ni siquiera fue un huracán, algo que todavía podríamos esperar ya que la temporada de huracanes concluye con el mes de noviembre. Pero lo que llama la atención es que estos fenómenos y su intensidad se están haciendo cada año más frecuentes. Esto para los escépticos que todavía piensan que el cambio climático es un cuento.
Me llamó la atención que cuando expertos han mencionado este tema en las noticias, los comentarios de muchos han sido de negación y han aprovechado para politizar el tema del cambio climático, ideologizando el asunto a favor del partido de su preferencia, lo cual me parece aparte de inconsciente, algo que está fuera de lugar.
Pero ya lo sé que hay personas que se niegan a aceptar lo del cambio climático. He estado en conferencias y encuentros donde personas niegan con vehemencia dichos cambios y aducen que estos fenómenos extremos son ciclos normales de la naturaleza, negando por completo que la injerencia de las actividades del ser humano tenga algo que ver con las múltiples alteraciones que estamos viendo en nuestro medio ambiente a nivel mundial.
Quiérase o no, los eventos extremos que estamos viendo alrededor del mundo no son un asunto casual. Es cierto que El Salvador ha sufrido múltiples fenómenos a lo largo de su historia, entre terremotos, erupciones volcánicas, huracanes e inundaciones. Pero siempre han ocurrido con años de diferencia. Y ahora están ocurriendo ya no sólo con demasiada frecuencia, sino una vez por año: pensemos en Ida, en Agatha y ahora en estas lluvias que no sé qué nombre se les dará oficialmente para el recuerdo.
Sea como sea, lo cierto es que el cuadro que tenemos a futuro no es alentador. Es de esperarse que éste es el nuevo panorama: más y extremos fenómenos como éste que tendremos que saber afrontar, no sólo con medidas preventivas en el momento de su inicio, sino desde antes, desde cómo reducir esa vulnerabilidad tan alta en la que estamos viviendo.
Parte de esa vulnerabilidad ha sido la blandenguería de dónde se le permite construir a la gente y se ha terminado construyendo simple y sencillamente donde no se debe ni se puede vivir. Estamos viendo las consecuencias de ello y lo vimos también, trágicamente, en los terremotos del 2001. Y lo peor de todo es que se sigue haciendo.
Las lluvias por fin se han calmado y poco a poco todo volverá a la normalidad para muchos. Pero para los que lo perdieron todo, la vida apenas reinicia un ciclo que parece eterno. Porque no nos sorprendamos si esto no es la primera vez que les pasa, ni la segunda, ni la tercera. No nos sorprendamos si no será la última.
Para muchos estos eventos les cambia la vida radicalmente. Lo pierden todo. Todo. Incluso miembros de su familia. Lo poquito que tienen y que tanto les ha costado tener. Quizás lo que medio han logrado al fin estabilizar desde la última tragedia. Tan condicionados están por estos eventos que ya saben cuándo el río o la quebrada cambia de sonido y cuándo ese río suena “mal” y cuándo comienza la angustia y cuándo es hora de salir sin poder llevarse nada más que lo que llevan puesto. Dejando todo atrás. Lo poquito que tienen.
Entonces la vida se convierte en un vivir de lo que los demás tengan a bien disponer, de un plato de comida caliente, de una colchoneta donada, de kits de higiene personal, de ropa donada, de medicamentos. El tiempo es eterno y se espera no se sabe hasta cuándo, junto a otro montón de extraños y vecinos que están todos compartiendo la misma desgracia y angustia hasta que algún día alguien les da el visto bueno para retornar a sus lugares.
Y luego volver y encontrar ruinas y lodo y los cadáveres de los animalitos y las cosechas anegadas, embarradas, hundidas, perdidas junto con las ilusiones y el trabajo de todo un año, de toda una vida.
Para algunos, esto se está convirtiendo en la vida de todos los años, en la vida que les toca cada invierno. En la angustia de cada lluvia. En el pánico de cada temblor. Y si 95% de la población está en riesgo de sufrir algún tipo de consecuencia a causa de los fenómenos extremos gracias a la vulnerabilidad en que nos encontramos, es hora que se tomen medidas urgentes para minimizar sus consecuencias.
Las medidas de reconstrucción no pueden ser improvisadas para salir del paso. Pienso que las medidas preventivas implementadas este año en la emergencia fueron vitales y lograron que hubiesen menos víctimas, dada la magnitud del fenómeno. Pero es necesario hacer más de manera que, en caso de inundaciones o de otros fenómenos extremos, que los seguiremos teniendo, cada vez sea menor el número de daños y sobre todo el de víctimas. Debemos hacer de la prevención un estilo de vida permanente.
Es hora de romper el círculo vicioso de la desgracia, la pobreza y la exclusión. Es hora de alterar esos números de vulnerabilidad.
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