La National Literacy Trust del Reino Unido hizo recientemente un estudio que arrojó resultados interesantes sobre las costumbres de lectura de los jóvenes en Inglaterra. En términos generales, la investigación afirma que los jóvenes leen. Lo malo es que dice que leen sobre todo lo que encuentran en las redes sociales y otras comunicaciones electrónicas como mensajes de texto o chats. Lo impreso en papel que leen con más frecuencia es revistas. Y muy, muy pocos de ellos leen libros.
El estudio se llevó a cabo con 18,141 niños que oscilaban entre los 8 y los 17 años. Las preguntas iban orientadas sobre todo a los hábitos de los niños fuera de sus actividades escolares.
Trece por ciento del total no había leído jamás un libro. Uno de cada seis no había leído un libro en un mes. A casi el 19% nunca le habían regalado un libro, 12% jamás había estado en una librería, 7% nunca había ido a una biblioteca.
El estudio demostró también que los varones leen menos que las hembras. Que los mayores leen menos que los menores. Que las revistas son la lectura de preferencia en el formato de papel, por sobre libros de ficción, no ficción y comics.
Al 38% de los muchachos les interesaba hojear el periódico por lo menos una vez al mes por sobre las muchachas que lo hacían sólo un 30%. El 56% de las muchachas revisaba su correo electrónico por lo menos una vez al mes por sobre los muchachos que lo hacían sólo un 44%. Poco menos de la mitad del total global, el 49%, dijo que disfrutaba leer mientras que el 12% dijo no disfrutar de la lectura para nada.
Casi 9 de cada 10 tenían un teléfono celular en comparación con menos de tres cuartos del total que no tenían sus propios libros. De ahí que no sea extraño que lo que más leen los niños más pequeños fuera de la actividad escolar sean mensajes de texto: 60% de ellos dijo consultarlos por lo menos una vez al mes.
El estudio acompañó el lanzamiento de la campaña “Tell me a Story” (Cuéntame una historia), cuya meta es concientizar a las familias sobre la necesidad de apoyar la alfabetización infantil, no como un mero proceso de aprender a leer, sino como un relación permanente con la lectura, que tiene que llevarse a cabo no sólo desde la infancia, sino impulsarse desde todo el contexto familiar y social y mantenerse como una actividad permanente incluso dentro de la vida adulta. Como parte de la campaña, por ejemplo, se le pide a la familia que lean 10 minutos juntos cada día.
Alguna de las conclusiones del estudio teme que esos 1 de cada 6 que no habían leído un libro en un mes, lleguen a convertirse en adultos que saben leer pero que lo hacen con la capacidad de alguien de 11 años. Y eso también es una forma de analfabetismo.
La National Literacy Trust dijo que era urgente encontrar medidas con enfoques “frescos” para atraer a los niños y jóvenes a la lectura. “Lograr que lean y que amen leer es una manera de darle vuelta a sus vidas y de darles nuevas oportunidades y aspiraciones”, dijo la declaración que acompañó al estudio.
Si bien es cierto esta investigación se limita a un país, es como tomarle el pulso a la sociedad actual en su conjunto. Me pregunto con qué números saldría El Salvador si alguien hiciera un estudio como este. Quizás tendríamos datos muy interesantes, acaso hasta sorprendentes.
¿Por qué insistimos tanto en la importancia de la lectura? He hablado en más de alguna ocasión en este espacio de los numerosos atributos de la literatura y la lectura. Mencionemos algunos más: el joven que crece en una casa donde se lee y se promueve la lectura desarrolla mejor lenguaje, adquiere habilidades para el aprendizaje de otros idiomas y habilidades para el lenguaje expresivo (como la danza o el teatro); aumenta su capacidad de atención en clase y su interés en las actividades de lectura dentro de la escuela, teniendo una actitud positiva ante el aprendizaje; eso sin mencionar las ya conocidas sobre el aumento de la capacidad de análisis, evaluación, síntesis, imaginación, pensamiento propio, etc.
El estudio realizado en Inglaterra no deja de alarmar si pensamos que muchos de nuestros jóvenes no están demasiado alejados de esa realidad. Si a eso le agregamos que las redes sociales están plagadas de errores de ortografía que, para acortar el tiempo “perdido” en escribir mensajes de 140 caracteres, donde ahora “que” se convierte en “k”, y que eso es lo que más leen, imagínese si no será difícil hacerlos escribir luego de manera correcta si jamás agarran un libro. ¿Se imagina esos currículos, esos informes, esas tesis?
Pero si se fijan en el estudio, muchos de los niños no habían tenido nunca un libro, nadie les había regalado uno, nadie los había llevado a una librería o a una biblioteca. Si usted no lee, si usted nunca lleva a sus hijos a la librería o a una biblioteca y jamás le regala a su hijo un libro porque “eso no es lo que él quiere” o porque “eso no es juguete” o porque “eso no es divertido” o porque “lo va romper”, ¿cómo piensa que su hijo le va a gustar leer? ¿Cómo se va a familiarizar con la lectura? ¿Cómo la va a explorar si no tiene libros propios?
Otros jóvenes no agarran un libro bajo ningún motivo y en parte se debe a las pocas imaginativas maneras de impartir las materias literarias en los salones de clases correspondientes. Esto también ya lo hemos mencionado en más de una ocasión. Es contradictorio que un material que nace a partir de la creatividad del ser humano y que está lleno de imaginación, audacia, sueños, experimentación, transformación, juego, ritmo y otros atributos de lo misterioso como lo es la literatura, se le quiera “enseñar” a alguien de manera tan tosca y torpe como ponerle el objeto en la mesa, decirle que lo lea, darle “una guía” y desmenuzarle el libro con la misma frialdad e impersonalidad con la que se hace una autopsia y que no se haga desde la creatividad misma, con los mismos materiales de la imaginación y la experimentación, el juego y la audacia.
Un libro no es un cadáver. Un libro no es un objeto inútil ni un objeto muerto. Una historia, cuando está bien contada, está más viva que la realidad misma. Nos causa profundas y contradictorias emociones cuyos nombres todavía ni se inventan. Nos mueve a pensar pero también a sentir, a recordar, a hacer. Y el mejor de los libros es ese precisamente. El que mueve a la acción. El libro que te movió a hacer una revolución. El libro que te hizo convertirte en escritor. El libro que te hizo saber lo que estudiarías cuando fueras grande. El libro que te dio el coraje de irle a declarar tu amor a tu pareja.
El mejor de los libros es el que trasciende páginas y cubiertas. El que se mete en tu vida y tiene algo que ver contigo, incluso tiempo después de haberlo terminado de leer. Como cuando estás lavando platos y pensás en las cosas que pudo haber recordado Funes El Memorioso pero que Borges no enumeró. Como cuando estás atrapado en un embotellamiento y pensás en el monstruo de Cthulhu, y en que quisieras entrar en alguna cueva, y verlo aunque fuera una sola vez. Como cuando cada vez que escuchás llover pensás que tu casa va a terminar como “La casa inundada” del cuento de Felisberto Hernández. Como cuando pensás en los personajes de las novelas como si estuvieran vivos en la vida real y te preguntás que estarían haciendo a esta hora.
Muy bien lo dice el National Literacy Trust. La clave está no solamente en lograr que los niños y jóvenes lean. Leer puede cualquiera. Amar un libro es para siempre. Ahí está la clave.
Ponerlos a leer sólo arrojará resultados cuantitativos a corto plazo. Enamorarlos de la lectura constituirá lectores permanentes que multiplicarán su gusto en quienes los rodean, siempre.
(Publicado domingo 4 de septiembre 2011, revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica).
“Amar el libro”. Gracias, Jacinta, por esta maravillosa columna que ha escrito.
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