Hace unos días leí algo que me causó una impresión muy fuerte. Hablo del reportaje “Yo violada” del periodista Roberto Valencia, publicado en el periódico digital El Faro. Aunque el título es elocuente realmente no se tiene idea de la dimensión de lo que va a leerse.
El reportaje habla del caso de Magaly (nombre ficticio, como casi todos los utilizados en el mismo), una muchacha que fue violada por 15 pandilleros durante más de tres horas. Fue sacada de la escuela por los mareros para ser servida como “regalo de cumpleaños” para uno de ellos y de paso los demás aprovecharon para hacer fiesta con el cuerpo de la niña, aún virgen.
No es mi intención volver a contar el caso, creo que la pluma del periodista lo hizo bastante bien. Pero sobre todo, lo que el periodista logró de manera excepcional es dejar al descubierto una dimensión de la realidad salvadoreña que nos es absolutamente desconocida. Porque los medios de comunicación y las autoridades se limitan a hacer un conteo diario, fríamente estadístico, de los homicidios y las capturas correspondientes. Pero, y lo he dicho en más de una ocasión, la violencia de nuestro país no se limita a homicidios y extorsiones. Y realmente, cuando se leen textos como este, se cae en la cuenta que ese recuento de los noticieros no es más que la diminuta punta del iceberg.
Si algo logra este reportaje es abrir los ojos del lector a una realidad que no sospechamos ni en nuestras peores pesadillas, algo de lo que sencillamente no se habla en ninguna parte, a lo cual nos hemos acostumbrado y que sabemos está ocurriendo, mientras volteamos los ojos hacia otro lado porque mientras menos se sabe es mejor. Ojos que no ven, corazón que no siente.
Tan así es el caso que aunque el director de la escuela y la maestra de Magaly supieron de la violación, no hicieron ninguna denuncia ante ninguna autoridad ni el Ministerio de Educación. Y no se hace, ni se hará, ni con este ni con otros casos, porque es la única manera de sobrevivir en el infierno cotidiano de los territorios dominados por las pandillas.
Tampoco saben del caso la madre, el padrastro y demás familiares de la joven, ya que ella ha optado, también como mecanismo de sobrevivencia, no sólo física sino también mental, no contarle el asunto más que a quien sea estrictamente necesario, y tratar de olvidar aquella horrible tarde lo más pronto posible.
La indignación que se puede sentir al enterarse de historias como esta es ilimitada. No es el único caso, no será el último pero dentro de todo, es un caso afortunado ya que la muchacha no fue asesinada durante el suceso, como sí lo han sido incontables jovencitas que han pasado por la misma experiencia.
Pero una vez que se enfría la cabeza después de la indignación inicial, y trata uno de volver a vivir su vida, todo parece frívolo y sin sentido cuando se piensa que en este preciso instante puede estarse repitiendo la misma historia.
Lo primero que pensé fue que vivimos en un país de mentiras, donde un grupo de la población está preocupado por conseguir el último celular de moda o decidiendo si se come una pizza o una hamburguesa, donde las opciones son ir a un centro comercial o a otro, mientras gran parte de nuestros compatriotas se juegan la vida a diario, igual que durante la guerra, y donde las únicas opciones, si es que pueden llamarse así, son las de morir asesinado, incorporarse a una pandilla o migrar. Y ya sabemos que el viajecito al norte no es precisamente una vacación.
Se me olvidó mencionar que la mayoría de los pandilleros que violaron a Magaly eran menores de edad, varios de ellos compañeros de aula y de escuela. En El Salvador, un niño de 12 años ya comienza a violar, con uso de armas. Y ésta es nuestra cruel realidad. Hay que temer a nuestros niños.
Vivimos en un país de mentiras mientras nuestra juventud se pudre en violencia y muerte todos los días. Se pregona que hay que construir más escuelas y enviar a todos los menores a estudiar. Pero la misma escuela es fuente de terror tanto para alumnos como para maestros. Los adultos se miran imposibilitados de hacer nada y solo miran y callan porque quieren seguir con vida. No es de extrañar entonces los niveles de deserción, de analfabetismo y de poca calidad académica. ¿Quién podría estudiar tranquilo en medio de un ambiente como este?
El estado de sometimiento en que las maras tienen el control de amplios segmentos de la población es impresionante. El caso de Magaly no es el de una niña que estuvo en el lugar y la hora equivocados o que andaba de provocadora por ahí. Fue escogida en la misma escuela, con instrucciones de alguien llamando por celular desde una cárcel. Y todo ocurrió en una casa, en un vecindario bien poblado, a plena luz del día.
Lo dramático es pensar que estos niños y jóvenes son el futuro del país. Y lo peor es que se trata de una epidemia que parece no tener cura.
Según el autor, “Naciones Unidas habla de epidemia de violencia si en un año se superan los 10 homicidios por cada 100,000 habitantes, siendo 8 el promedio mundial. Marruecos, Noruega y Japón están abajo de 1; España y Chile, en torno a 2; Argentina y Estados Unidos rondan los 6; y el México de cárteles y narcos se dispara hasta los 18. En El Salvador, la tasa en 2010 fue de 65”.
Vivimos en un país donde las estructuras sociales tradicionales como la familia, la escuela, las organizaciones comunitarias y el trabajo se han debilitado o dispersado al punto de ya no tener incidencia en la conducta de sus miembros. La pandilla, por lo contrario, ofrece un nivel organizativo y de incidencia que, a pesar de sus métodos, provee de lo que muchos individuos que se sienten abandonados por el sistema tradicional buscan tener: sentido de pertenencia, de comunidad, de familia.
Me gustaría poder cerrar este texto presentando ideas de posibles soluciones. Pero cuando leo casos como el de Magaly me invade el pesimismo y la desesperanza. Es difícil entrever una solución a corto o mediano plazo para el dominio de las maras, cuando hay familias enteras que se pasan la membrecía a las mismas desde hace ya un par de generaciones.
Hay que comprender que la pandilla no es sólo una estructura organizativa sino toda una forma de vida y pensamiento, con sus propios códigos, rituales, lenguaje y símbolos que, para los que no las conocemos, funcionan en una especie de universo paralelo al nuestro. Pero el hecho de que no las conozcamos a profundidad, o no vivamos dentro de uno de sus territorios, el hecho de que no las miremos o no las queramos ver no significa que la mara no existe.
La historia de Magaly y la de tantas otras personas, cuyos rostros y nombres no conoceremos jamás, ocurren a diario en nuestro país. Son historias grotescas que le ocurren a seres de carne y hueso. Algunos de los lectores del reportaje se mostraron asqueados de todo lo narrado y se dieron a atacar la redacción del texto, obviando la situación que les está abofeteando el rostro. Pareciera que además de hacernos los locos no queremos saber cuál es la realidad de nuestro país porque es demasiado horrible como para aceptarla y convivir con ella.
La indignación es buena, nos demuestra que no estamos del todo anestesiados por la sobredosis diaria de violencia que nos receta la realidad. Pero la indignación, si no se transforma en hechos, se convierte en llamarada de tuza, en una emoción pasajera que no tiene consecuencia para transformar eso que nos indigna.
Repito: no sé qué se puede hacer. Y en ese sentido me embarga una sensación de impotencia. Lo único que puedo hacer, desde esta humilde tribuna, es pedirles que lean el reportaje, que asuman la realidad y quizás a alguien, menos abrumado por el pesimismo que yo, se le ocurra una solución efectiva para transformar nuestro país en un lugar mejor para todos.
(Publicado domingo 7 de agosto 2011, revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica).
Yo también siento el mismo desaliento que vos Jacinta, ni todos los mecanismos de evación pueden abstraernos de esta realidad aplastante, nos drogamos, nos emborrachamos, nos hacemos los indiferentes, precisamente por que estamos tristes, por que esta realidad brutal se vuelve insoportable. Cuando me entero de estos hechos, es imposible no sentirse derrotado, o mirarse en el espejo sin sentirse culpable.
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Espeluznate, se me ha quedado atrapado un profundo suspiro por el dolor y la podredumbre que se respira en el texto de Yo violada. Historia que no puede ser igualada por ninguna producción filmica dedicada al terror o al suspenso.
Lecciones aprendidas: las notas periodísticas que a diario tapizan los espacios en los medios apenas es la punta del iceberg, el problema de la violencia es más grueso de lo que la mayoria pensamos. Estamos equivocados todos, porque las estrategias para atajar los problemas estan erradas por la ignorancia misma a que estamos sometidos.
Un saludo!
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Jacinta, aún no lo leo pero sus recomendaciones siempre son buenas.
Me da bastante pena que en Guate y El Salvador las personas terminemos dando gracias cuando pasan cosas grotestas como una violación pero no se pierde la vida. Es que sabemos que difícilmente no nos sucederá “nada” (robo, secuestro, violación, extorsión) y por lo tanto nos sentimos aliviados cuando en medio de todas las tragedias aún conservamos la vida. Sin embargo, esa vida después de cualquiera de estos hechos no es la misma.
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