… así es que ahí me tenían a mí, el pasado 20 de abril, encendiendo el televisor como cualquier fan de hueso colorado, dispuesta a ver el partido final de la Copa del Rey entre el Barça y el Real Madrid.
Yo no soy fan del futbol. Nunca he sido más que una mediana y más bien lejana observadora del deporte. Si acaso en los mundiales, y cada vez menos, medio se me contagia una alegría colectiva que fue la que se me contagió aquel día para ver la final que se disputaban los dos equipos en cuestión.
Era constante en la televisión el anuncio del partido, los comerciales, las notas en internet y comentarios de los amigos en las redes sociales. Cualquiera que no hubiera vivido en el planeta tierra y que se hubiera topado con toda aquella información, hubiera jurado que era un acontecimiento importantísimo que estaba a punto de ocurrir.
Yo, que jamás veo un juego, me picó la curiosidad y pretendí comprender el fanatismo ajeno mirando un simple partido. Así es que decidí ver lo que se pudiera mientras esperaba al jardinero, quien estaba por llegar para arreglar el jardincito del frente.
Lo vi todo: desde los comentarios locales hasta los casilleros vacíos esperando a los jugadores; desde la llegada de los buses con los jugadores mientras sonaba una música de la que usualmente se escucha en las películas de gladiadores en los circos romanos hasta la salida de los jugadores acompañados de niños y pelotas y la llegada de los Reyes de España, para luego escuchar las gloriosas notas del himno nacional de aquel país. Todo en un aire de lo más solemne y ceremonial.
Me digo que lo voy a ver completo solamente si está movido y de todos modos, llegando el jardinero se me interrumpirá. El partido comienza y, en efecto, parece que será uno muy movido (como lo fue), con muchas tarjetas amarillas y hasta una roja, intentos de gol y momentos emocionantes.
Unos diez minutos luego de haber comenzado, suena el teléfono. Es el jardinero. Que no va a poder llegar porque tiene que trabajar en otra parte. Imagino que pensó lo mismo que yo. Que si el partido estaba aburrido venía a trabajar a mi casa; que si estaba movido se quedaría mirándolo. No le digo nada y quedamos para el día siguiente.
Le pregunto a alguien por el chat del teléfono que si está viendo el partido. Sí, me dice, por eso no puedo chatear. Se lo pregunto también a otro amigo. Pero lo único que alcanza a escribirme cada cinco segundos es “Hala Madrid”. Imposible sostener alguna plática inteligente con él en ese momento.
Cuando el partido terminó, luego de un gol a cero en tiempo extra, aquí en mi vecindario se escucharon morteros y cohetes como que era 31 de diciembre. Yo no me entero de absolutamente nada del futbol nacional ni mucho menos cuándo gana qué equipo porque, por lo menos en mis alrededores, nadie dice ni pío. Pero hubiera sido imposible ignorar los morterazos, cohetes y hasta tiros al aire que se gastaron aquella tarde de Miércoles Santo, en que miles de salvadoreños dieron gracias de estar de vacaciones y no tuvieron que escaparse del trabajo o del centro de estudios para ver a su equipo favorito y festejaron el triunfo del Real Madrid como propio.
Se estima que unas 15 millones de personas alrededor del mundo vieron este partido, un número que podría ser mayor ya que los audímetros no pueden calcular cuántas personas ven estos juegos en bares y restaurantes, una costumbre que aquí en El Salvador es frecuente. El número fue menor debido a que el partido se transmitió en algunos países por canales de pago, limitando los espectadores.
Cuando ocurre un partido entre el Barça y el Madrid, y aún más en una fecha vacacional, las ciudades se paralizan; prácticamente todo lo que nos rodea se convierte en una extensión o en un anuncio del partido: ofertas comerciales, anuncios publicitarios, avisos de transmisión; los vendedores ambulantes ofrecen todo tipo de mercadería alusiva a los equipos y los amigos en las redes sociales alientan a sus jugadores y se pelean con los que apoyan al equipo rival.
Lo divertido del caso es que esto ocurre también aquí en El Salvador y que estamos fanatizados por equipos que juegan al otro lado del océano. Me parece algo descabellado. O quizás no lo es tanto. Hemos crecido adorando a estrellas de cine y cantantes de otros países, ¿por qué no habríamos de adorar también su futbol?
No sé cuándo ni cómo se dio ese fanatismo colectivo por el futbol de la otra orilla. Se lo pregunté a uno de mis amigos (luego que se sobrepuso al partido), y me decía que se dio por la decepción que causó la caída del futbol nacional hace algunas décadas. El fanático salvadoreño buscó nuevos ídolos y nuevos ideales deportivos y los encontró en el futbol de otros países, y por ahí puede venir quizás un poco la explicación.
Pero acaso en el fondo de esas pasiones tan intensas que provoca el futbol español e internacional en El Salvador, lo que hay sea una profunda necesidad de escapismo y de desahogo. Escapar de los agobiantes problemas cotidianos que cada día se transforman, aumentan y se suman a los ya existentes, como los precios de la gasolina, los precios de los alimentos en constante alza, los salarios no acordes a la realidad que vivimos, la criminalidad, las pocas alternativas, etc.
Desahogarse porque para afrontar la enajenación de la vida cotidiana hay gente que tiene hasta tres empleos diarios y ni aún así le alcanza el dinero. Y su vida consiste únicamente en trabajar los siete días de la semana, doce o más horas diarias, para poder sobrevivir. Trabajar además, y seguramente, en empleos que no son ni de su agrado ni justamente retribuidos. No hay tiempo en una rutina así ni para quejarse. Ni para decir un “ay”.
Pero en medio de un partido de futbol se puede gritar, saltar y liberar la energía de toda la tensión acumulada, enojarse, llorar, ser ridículo: al fanático del futbol se le perdona todo. Porque el fanático es uno que hace el ridículo por amor. Y por amor, todo es permitido.
No son procesos conscientes, pero el fanatismo (religioso, deportivo, político, por un personaje público), canaliza a su vez el derrumbe del entorno: vivimos en un mundo desvalorado y el ser humano busca dónde encontrar algo o alguien que pueda infundirle algo de valor y ánimo a su propia vida.
Sin embargo, estas formas de evadir la realidad nos hacen posponer indefinidamente la solución de nuestros conflictos. Un partido de futbol puede ser relajante y crear conversaciones y bromas entre amigos. Pero no tiene por qué llevarse al extremo de crear pleitos y causar asesinatos, o “puyones”, como ha pasado en nuestro país. Alegrarse porque su equipo gane es natural, ¿pero tiene que ir a sacar su pistola y lanzar unos cuantos tiros al aire, sabiendo que los tiros perdidos le pueden caer a alguien y dejarlo lisiado de por vida o incluso matarlo? ¿Tiene que ponerse tan ebrio que ya ni entendió que pasó al final del juego y pasó dos días de goma, enfermo hasta más no poder? ¿Eso es diversión? ¿Eso es relax?
Por lo demás, no sería de extrañar que si le preguntaran a los fanáticos dónde quedan las ciudades sedes de ambos equipos, no serían pocos los que ignorarían donde quedan Barcelona y Madrid, y ni nos sorprendamos que hubiera unos cuantos que no sabrían ni localizar a España en un mapa.
Dije que alguna vez me gustaron los mundiales de futbol y que cada vez me gustan menos. Y eso es porque cada evento viene más comercializado que el anterior. De unos años para acá los eventos deportivos han entrado en esa espiral desagradable en la que todo es comercializable y frivolizable. El cotilleo acompaña al futbol. Para la final de la Copa del Rey no sólo había que ver el partido, sino también a Shakira que llegó a apoyar a su novio Piqué.
Calvin Klein anuncia sus calzoncillos en el escultural cuerpo de Cristiano Ronaldo, algo de lo cual, confieso, no me quejo para nada. Los jugadores portan camisetas llenas de anuncios comerciales. Los entrenadores beben agua de cierta marca que se disputa el honor de ser la marca oficial del torneo. Los entretiempos disparan anuncios en ráfaga, sin darle tiempo al espectador ni para tomar aire.
¿Todo esto ofrece mejor calidad de futbol? La respuesta es obvia. Pero el fanatismo nos impide ver la realidad detrás de tanta parafernalia y distractores.
(Publicado domingo 1 de mayo 2011, revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica).
Tengo tres cosas que decir:
1. Pensé que estaba leyendo un cuento. Y en efecto, los primeros 7 párrafos no sé si adrede o por accidente, lo son.
2. Hace como 5 años justamente en San Salvador, por casualidad me tocó almorzar en un restaurante y jugaban esos mismos equipos, yo mismo no comprendía nada de lo que ocurría (pues soy un total analfabeta en fútbol) y sorpresa, la gente estaba completamente enloquecida. Pero no es algo que ocurre solamente en El Salvador, la globalización mediática, que homogeniza el gusto y las apetencias de la gente ha sido muy eficaz y he constatado lo mismo, en Costa Rica, en Guatemala, en Honduras, incluso en Nicaragua donde son beisboleros, pero si es el Madrid y el Barca… es otra cosa… y sí, siempre me ha dado un poco de recelo, molestia, ¿cómo nos mirarán ellos? ¿Qué pensarán desde la otra orilla? ¿acaso lo advierten? ¿Se sentirán comprometidos con sus fans de las excolonías? lo ignoro.
3. Y luego los pintorescos excesos durante y al final del juego… yo lo llamo un acto de amor, si no pura catarsis, el breve exorcismo que todos quieren, que les urge por las buenas razones que señalas, y que para ello, sólo falta un pretexto, cualquier pretexto, y un partido de fútbol, beatificado por los medios, lo es.
Saludos
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