Aquel Domingo de Ramos, 2 de abril de 1944, muchas familias salvadoreñas habían cumplido el rito de bendecir las palmas en sus respectivas parroquias. El humo del incienso todavía lo andaban prendido a sus ropas. Algunos no habían colgado la palma bendita detrás de la puerta principal, como es tradición, cuando a eso de las 3 de la tarde comenzaron a escucharse ametralladoras y cañonazos en San Salvador.
El alzamiento cívico-militar que venía gestándose desde hacía pocos meses había comenzado. La ingenuidad, el azar y lo que algunos llamaban las “artes ocultas” del entonces Presidente de la República, el General Maximiliano Hernández Martínez, alias “Pecuecho”, alias “El Brujo”, dieron al traste casi desde el comienzo con lo que se constituyó en una de las páginas más heroicas de nuestra historia nacional.
Según lo acordado entre los alzados, la Aviación Militar iniciaría las acciones y el vuelo de la flotilla de 5 aviones que la componía sería la señal para que las unidades militares a favor del movimiento iniciaran sus operaciones en tierra. El Regimiento de Caballería debería enviar de inmediato un escuadrón a la base de Ilopango para la protección de las pistas de aterrizaje y la defensa del perímetro.
Unos de los aviones fue a Santa Ana y Ahuachapán. Otro avión fue hacia el oriente del país y los restantes tres aviones sobrevolaron la capital. Uno de los Caproni que sobrevolaron San Salvador iba piloteado por el Teniente aviador Mario Ernesto Villacorta Schauer.
Mario Villacorta, de ojos claros, carácter más bien tímido y con habilidad para el dibujo, era hijo de doña Ketty Schauer de Villacorta, de origen suizo, y de don Juan Villacorta, dueño de la Librería El Mundo, en el centro de San Salvador.
Desde pequeño, el sueño de Mario fue surcar los aires, acaso inspirado en alguno de los personajes de las primeras películas sonoras a las que su madre, que tocaba muy bien el piano, era aficionada, y cuyas fotos recortaba y pegaba en voluminosos álbumes.
El niño Mario fue complacido en sus deseos de hacer carrera de aviador en una época en que ello sonaba a una auténtica locura. La aviación era un asunto para audaces, siendo que era un oficio relativamente nuevo.
Villacorta fue enviado a estudiar aviación a Alemania y su preparación militar era muy avanzada. Entre sus triunfos destaca un trofeo de aviación que ganó en 1940 y 11 condecoraciones diferentes por su experiencia y su valor como piloto.
Alguna vez me contaron una rocambolesca historia sobre él cuya veracidad no he podido confirmar: al terminar una misión de vuelo, voló con el aparato por el Puente Cuscatlán pero no por arriba, sino por debajo, poniendo en peligro su vida y arriesgando la aeronave, es decir, propiedad militar. Esto le valió algunos días de castigo en una bartolina pero también llamó la atención del Gral. Martínez quien, a partir de entonces, tuvo la confianza de encomendarle la traída de aviones para la Aviación Militar. Uno de ellos, el AT-6 FAS 31, se accidentaría meses después en un vuelo de entrenamiento en Ilopango, aunque no a manos de Villacorta.
A pesar de la súbita confianza de Martínez hacia Villacorta, a éste no le simpatizaba el General y se unió en cuanto pudo a la conspiración para participar en su derrocamiento. El Teniente Villacorta cumplió con todo lo establecido, junto con los demás pilotos, el Capitán Fidel Isussi, los Tenientes Daniel Cañas Infante, Ricardo Lemus Rivas, Héctor Castaneda Dueñas y Víctor Alfredo Lara, así como los cadetes Enrique Aberle y Vicente Alberto Barraza, quienes se desempeñaban como alumnos del Curso de Aviación.
Hacia las 4 y media de la tarde del 2 de abril, los aviones tenían que reabastecerse de combustible y lo hicieron en las bombas de gasolina de la Pan American Airways, en la cabecera de la pista 08-26, porque la gasolina de Aviación Militar ya se había agotado. La situación estaba durando más de lo previsto y hubo que hacer aterrizajes nocturnos en una pista alumbrada sólo con antorchas de gas.
Lo que los pilotos ignoraban era que el Gral. Martínez ya se había enterado del alzamiento y lo había hecho como todos los salvadoreños: por radio. Martínez se encontraba en la playa, de vacaciones. Escuchó la proclama de los alzados y regresó a San Salvador de inmediato en un vehículo particular y no en la caravana presidencial, lo que le permitió esquivar la emboscada estacionada en el Cristo Negro, en la carretera a La Libertad, donde lo esperaba un comando dispuesto a matarlo.
Martínez se acuarteló en el castillo de la Policía Nacional y desde ahí dio orden expresa de capturar a los alzados y someterlos a Consejo de Guerra así como de fusilar a los civiles involucrados. Militar que se resistiera sería ejecutado en el acto. También se comunicó con su buen amigo, el presidente guatemalteco Jorge Ubico, explicándole la situación y solicitándole que todo militar salvadoreño que ingresara a Guatemala fuese deportado de inmediato a El Salvador.
El 3 de abril en la tarde, Martínez logró controlar la situación al comunicarse personalmente por vía telefónica con los jefes de los diferentes cuarteles. Ordenó la inmediata recuperación de la base aérea de Ilopango. Los aviones fueron ametrallados e impedidos de aterrizar. La idea era hacerlos caer a balazos o por falta de combustible.
Comprendiendo los pilotos que la causa estaba perdida, emprendieron la retirada hacia Santa Ana. El Teniente Villacorta iba acompañado del Teniente Lemus, quien posteriormente narró algunos de los hechos.
Aquí es donde la historia se torna oscura y donde tengo tres versiones diferentes. Presento la que me parece congruente con mis investigaciones, basada sobre todo en la de un testigo cercano a la historia personal del piloto.
A Villacorta se le acaba la gasolina ya sobrevolando el departamento de Santa Ana. Logra hacer un aterrizaje perfecto en algún campo agrícola. Con las maniobras audaces y piruetas aéreas que le gustaba hacer y tomando en consideración que no se había reabastecido de combustible, esto suena coherente. Emprende con Lemus la huida a pie, por veredas. Cargan un par de pistolas y algo de parque.
Esto ocurre quizás el mismo día 3 por la tarde. Supongo que los días 4 y 5 se mantuvieron escondidos tratando de obtener noticias del resto de sus compañeros y buscando comunicación con sus superiores para tomar una decisión sobre el qué hacer. Aparentemente la orientación que reciben es la de huir hacia Guatemala de escondidas y por su cuenta, como intentan hacer varios. El golpe había fracasado y había que salvar la vida.
El 6 de abril se encuentra con una patrulla del Ejército salvadoreño. Hay un intercambio de palabras, provocaciones. Mario Villacorta se bate a tiros, “peleando como un espartano”, como leí en el testimonio de Leónidas Durán Altamirano. Los soldados apenas responden con uno que otro disparo, pues lo que quieren es, precisamente, que se le agoten las balas.
Cuando a Mario Villacorta se le agota el parque, los soldados lo matan a machetazos, con saña. Morir macheteado es una muerte apropiada para quien ellos consideran un traidor. Una muerte deshonrosa para un soldado, no morir por bala, en combate.
Según Durán Altamirano, en su libro Trayectoria, eso ocurrió en una callejuela de la vieja ciudad de El Chilamatal (ahora Ciudad Arce), aunque su libro dice que supuestamente intentaba regresar de Santa Ana a San Salvador.
Sin embargo, la versión de Víctor Uclés (René Fortín Magaña), en su libro No creo en la historia, afirma que el Teniente Villacorta dejó su avión cerca del Río Paz, huyó por veredas a Guatemala, y fue ultimado por una patrulla militar guatemalteca en el cantón Jocotal, jurisdicción de Coatepeque.
La versión que cuento me la narró su padrastro, cuyo nombre no estoy autorizada a decir. Pero me contó que él tuvo que ir al hospital de Santa Ana a reconocer lo que quedó del cadáver de Mario, que estaba hecho trizas. Nunca pudieron sobreponerse, ni él ni su madre, doña Ketty, de semejante golpe.
Los posteriores fusilamientos, cortes marciales, exiliados y casos como el de Mario Villacorta, terminaron de exacerbar los ya caldeados ánimos de los salvadoreños que se unieron en una huelga general de brazos caídos, en la que participaron prácticamente todos los sectores de la sociedad.
La salida de Martínez fue a partir de entonces cosa de tiempo y de las negociaciones entre embajadores y políticos, para decidir cuál sería el destino y el futuro de uno de los personajes más oscuros pero más determinantes de nuestra historia nacional.
El 9 de mayo de 1944, el Gral. Martínez hace pública su renuncia. El 11 de mayo de ese mismo año parte rumbo a su exilio para nunca más volver.
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