Los autores de Freakonomics, Steven D. Levitt y Stephen J. Dubner, le han puesto números y tinta a todo este asunto del surgimiento de los libros electrónicos. El desbordante entusiasmo que éstos causan y sus precios, por lo general más bajos que los libros en papel, suponen una ventaja para los lectores. Los editores han estado en muchos casos reacios a incorporarse a este nuevo mercado, sobre todo los editores en español, pero poco a poco han ido cediendo a medida que, precisamente, alguien llega, numeritos en mano, a demostrarles que las pérdidas no son tales, porque el verdadero perdedor al final del día en toda esta historia es… ¡el autor!
Freakonomics demuestra con pesos y centavos, poniendo ejemplos de algunos títulos considerados éxitos de ventas, lo que terminan ganando y perdiendo en las ediciones en papel y en electrónico.
Mi postura personal desde hace algunos años es que los derechos de autor tienen que reconsiderarse y deben tener una revolución drástica, aunque todavía no se me ocurre cuál sería la fórmula pertinente para sustituirlos. Esta reconsideración de las fórmulas de pago sobre el trabajo intelectual del autor (que es como prefiero considerarlo, y no tanto “derechos de autor”), es particularmente urgente sobre todo en una región donde se suelen firmar contratos con editoriales que los irrespetan con demasiada frecuencia y donde los contratos son apenas una formalidad simbólica. Lo digo por experiencia. Las editoriales se hacen de nuestros libros con un contrato y después no pagan los derechos nunca o hay que andarles mendigando, literalmente, que nos paguen nuestro dinero, como si de una limosna se tratara. (Conste que no son todas, hay excepciones, pero yo he tenido muy mala suerte en ese aspecto y he hecho más de una mala experiencia).
Así, ellos nos amarran por la vía legal para garantizar que el libro sea exclusivo de su editorial pero ellos no cumplen su parte del trato y si uno reclama se incomodan o nos cuentan “lo mal que está la situación”. De nada vale que uno les cuente lo mal que está nuestra situación personal, ellos son inconmovibles, no sueltan un peso. Luego, cuando pagan una miserable cifra de derechos de autor acompañada de la amonestación de que “tu libro no se vende” como si eso fuera además culpa nuestra, llega uno al convencimiento de que, además, eso de los derechos de autor es sobre todo un acto de fe, porque quien sabe cuántos libros vende o deja de vender la editorial. No me voy a meter a fisgonear en las bodegas o en los libros contables de la editorial, faltaba más.
¿Podría demandar? Claro, para eso tengo contrato, pero no tengo los recursos económicos para meterme a ese tipo de demandas. Así de sencillo. Y en mi caso, estaría hablando de demandar a 3 editoriales, por lo menos. Y no hay plata para tanto abogado y eso mis editoriales lo saben, por desgracia, y a eso se atienen para no cumplir.
Creo que el reconocimiento del trabajo intelectual del autor pasa también por buscar cómo eliminar la cantidad engorrosa de intermediarios que hay entre el escritor y el consumidor final de nuestro producto, es decir, los lectores. Entre el escritor y el lector hay editores, diagramadores, impresores, distribuidores, libreros, transportistas, papeleros, y quién sabe cuánta gente más. Y todos ellos no sólo cobran su tajada sino que viven de su oficio. El escritor NO vive de su oficio, por lo general y además, en más de una ocasión, puede llegar a ser estafado por su propia editorial que no le paga ni sus miserables derechos de autor ni cumple lo estipulado en sus contratos, por ejemplo, los términos de distribución local, regional o mundial.
Es cierto que estos oficios adjuntos al autor (editores, impresores, etc.) viven de producir y vender más de un título. Pero lo que parece se le olvida a toda esta “cadena alimenticia” es que sin los escritores, ellos no existirían y tendrían que dedicarse a otra cosa. Por lo tanto, deberían apreciarnos y tratarnos mejor, o por lo menos, cumplir con su parte de los desiguales contratos. Y si estos incumplimientos de contratos se dan en libros de papel, tanto más fácil me temo será hacerlo con los libros electrónicos de un autor.
Sé que hay autores que se oponen a la idea de vivir de sus libros. Me llama la atención que los que dicen eso tienen su vida económica bien resuelta. Pero aquello de escribir por “amor al arte” sólo lo puede sostener alguien que no aprecia el trabajo intelectual. Ningún escritor vive de “amor al arte”. No se paga la renta, la comida, los médicos y los mismos insumos del trabajo (computadora, tinta, papel, electricidad, internet, etc.), con ese amor. Me encantaría poder ir al super y decirle a la cajera “le pago esto con mi amor al arte, que es inmenso, profundo e interminable”. E igual a mi casera. Al manicomio me hubieran mandado hace años si les dijera eso…
Cuando hablo de “vivir de nuestros libros”, hablo también de otras alternativas que en nuestro medio se desprecian o son prácticamente inexistentes como adelantos económicos editoriales para escribir un libro, becas de creación literaria, residencias literarias (que no tengan límite de edad, aunque eso da para otro post…), y otras alternativas que le permitan al autor el tiempo, el espacio y la serenidad para dedicarse a su obra.
Pero mientras no valoremos el trabajo intelectual como eso, como TRABAJO; y mientras parte del mismo gremio literario se esté auto-saboteando de diversas formas (como no pagando los derechos de autor, estafando a los autores con precios ridículos para dar talleres de escritura o invitándolos a hacer actividades diversas como ser jurados de concursos o dar conferencias gratis, y mientras haya autores que acepten, por los motivos que sea, esas condiciones injustas de trabajo), estará muy difícil lograrlo.
Volviendo al tema original, la única manera en que el autor salga a flote con la euforia del libro electrónico, creo por el momento, será eliminando a los intermediarios pero a la vez, ingeniando mecanismos justos de reconocimiento al trabajo intelectual del escritor. Como dije, todavía no se me ocurre cómo sería ese mecanismo, pero sigo pensando.
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