La vida del escritor Augusto Roa Bastos es tan impactante como una de sus novelas. Exiliado de Paraguay llegó a la Argentina donde escribió Hijo de hombre, novela con la que obtuvo el premio Losada, con la que ganó además repercusión internacional. Sergio Ramírez prologa ahora la reedición que ha hecho Eterna Cadencia y hace un breve recorrido sobre todo por la infancia del autor:
[C]uentan sus biógrafos que en 1925, Augusto había sido enviado a Asunción para que siguiera sus estudios en el Colegio de San José, al cuidado de un tío de su padre, el obispo Hermenegildo Roa, lo que puede sonar un grato privilegio. Pero según le contó a Tomás Eloy [Martínez], “tenía un solo par de medias y vivía muerto de hambre”, el más pobre entre todos los alumnos de diversas edades, hacinados en un dormitorio comunal.
Para ese viaje a Asunción, emprendido a los ocho años de edad, estrenó unos zapatos con suela crepé. Era la primera vez que salía de Iturbe, y la primera vez que se subía a un tren. Los zapatos los había comprado ahorrando las monedas que recibía de su padre por barrer las estancias y lavar los trastos de la cocina. En sus recuerdos, o en su imaginación, eran unas veces unos zapatos usados, y otras, aunque nuevos, tan duros que le costó un mundo amansarlos.