Cuando asomé mi ojo por el ocular del telescopio, cuando pude por fin enfocar la mirada y ver la luna por primera vez en mi vida, recordé el corto de Georges Méliès, Viaje a la Luna, de 1902, donde el cohete espacial cae justamente en el ojo derecho de nuestro satélite.
No sé por qué esperé ver esa imagen a través del telescopio y no eso tan extraño que vi: La luna parecía un cenicero colmado de ceniza triste y derrotada, un montón de polvo quieto, de un gris tan limpio y muerto, que al mismo tiempo transmitía una inmensa sensación de orden. Me dieron ganas de llorar.
La imagen era tan nítida y real que podían verse los cráteres, pero si asomaba mi rostro al cielo, la luna estaba a una distancia tan grande que lo que miraba en el telescopio no parecía tener relación con el objeto tan distante que estaba en creciente. Era una sensación extraña.
La superficie de la luna parecía un lugar apacible y sin viento. Un sereno reposo a la vista cuando uno piensa en el densamente poblado, ruidoso y superconstruido planeta tierra. Pensé que en cualquier momento, de alguno de esos cráteres, saltaría uno de los hombrecillos del video de The Smashing Pumpkins, “Tonight, Tonight”, obvio homenaje al corto de Méliès pero también homenaje para Julio Verne, porque el viaje a la luna termina en el fondo del mar, donde Neptuno salva a la heroica pareja de enamorados (heroicos no por amarse, como podrá pensar algún cínico, sino por el viaje que los lleva de la tierra hasta la luna y luego hasta el fondo del mar, donde ven a un pulpo que en cada uno de sus brazos balancea a una voluptuosa sirena. Y supongo, por las eufóricas expresiones de sus rostros, que todos vivieron felices para siempre).
Pero el viento que hace aquella noche de sábado en el Observatorio de San Juan Talpa, donde nos reunimos con los amigos de la Asociación Salvadoreña de Astronomía, ASTRO, sacude mi imaginación y además mueve un poco el objetivo del telescopio. Debo enfocar el ojo otra vez y ahí la veo de nuevo, a la luna. Ahora la observo con el indicativo de fijarme en su terminador, es decir, en la línea de separación entre la parte iluminada y la parte en sombra.
La visión es tan nítida que dentro de la parte oscura misma pueden verse todavía un poco los cráteres. Me pregunto dónde habrán caminado los astronautas. Me pregunto lo que habrán sentido cuando vieron la luna.
No recuerdo cuál de ellos dijo que para él, la visión de la luna desde alguna de las misiones Apolo fue una epifanía que sacudió para siempre todas sus creencias espirituales. Lo cual me lleva a pensar en el último libro de Stephen Hawking, El gran diseño, donde afirma de manera categórica que la filosofía ha muerto.
¿Cómo comprender el mundo en el cual vivimos? ¿Cómo se comporta el universo? ¿Cuál es la naturaleza de la realidad? ¿De dónde vino todo? ¿Necesitó el universo de un creador?, se pregunta Hawking en el primer capítulo del mencionado libro. Son las preguntas que por lo general se hace todo ser humano, en un momento u otro de su vida y a pesar de que el ser humano es curioso por naturaleza, explora muy poco su entorno en busca de respuestas.
Haciéndose preguntas propias del campo de la filosofía, Hawking se embarca en su libro, coescrito con Leonard Mlodinow (otro conocido científico), en busca de dichas respuestas ya que, según afirma: “la filosofía no se ha mantenido al corriente de los desarrollos modernos de la ciencia, en particular de la física”. Según Hawking los científicos se han convertido en los grandes buscadores actuales del conocimiento y les corresponde a ellos brindar las respuestas que otros no han logrado dilucidar.
¿Por qué hay algo en lugar de no haber nada? ¿Por qué existimos? ¿Por qué existe un conjunto particular de leyes y no otro?, son las preguntas que se plantea responder a lo largo de su libro.
El gran diseño, esperado con verdaderas ansias por legiones de seguidores, repasa prácticamente toda la historia de la ciencia y examina las teorías científicas más importantes, incluyendo la relatividad y los multi universos, en busca de lo que ya había sido anunciada en su pasado libro, Breve historia del tiempo, como la teoría universal unificada que se proponía encontrar y cuya existencia y verificación podrían explicar el origen del universo.
Hawking propone como posible respuesta la Teoría M, que “no es una teoría en el sentido habitual del término, sino toda una familia de teorías distintas, cada una de las cuales proporciona una buena descripción de las observaciones pero sólo en un cierto dominio de situaciones físicas”.
De acuerdo con los preceptos de esta teoría el universo no es único, sino que existen millones de estos. “Cada universo tiene muchas historias posibles y muchos estados posibles en instantes posteriores, es decir, en instantes como el actual, transcurrido mucho tiempo desde su creación. La mayoría de tales estados será muy diferente del universo que observamos y resultará inadecuada para la existencia de cualquier forma de vida. Sólo unos pocos de ellos permitirían la existencia de criaturas como nosotros” explica Hawking.
En ese sentido, es bastante cauto en aceptar la posibilidad de vida en otros planetas, aunque no la descarta, pero cree altamente improbable que sea ni siquiera parecida a la especie humana. Para Hawking el diseño inteligente del planeta obedece al riguroso funcionamiento de una serie de leyes científicas, que de manera casi milagrosa encuentran en la tierra la combinación ideal para que se dé la vida, de la manera en que la conocemos.
Pese al triunfal y algo fanfarrón anuncio inicial de Hawking de que la filosofía ha muerto y de que le toca a la ciencia develar las respuestas a las preguntas eternas del ser humano, lo cierto es que hay dilemas que pertenecen al campo de la discusión teórica y por lo demás, hay misterios que permanecerán sin revelar su secreto por siempre.
Para Hawking es suficiente pensar, según leyes científicas, que el universo se pudo crear sin la intervención de una presencia divina, porque las leyes que rigen el universo, como la relatividad y la gravedad misma, al funcionar con la combinación adecuada de ingredientes y otras circunstancias, pudieron tener el impulso de echar el todo a andar por cuenta propia, como ocurrió con el Big Bang.
Momentos después de ver la luna tengo oportunidad de ver a Júpiter con dos hilos de nubes cruzándolo. Tres de sus lunas lo acompañan. El viento impide una mejor visibilidad. Después vemos constelaciones y nebulosas.
Me da algo de ternura pensar en el corto de Méliès hoy en día, con el cohete metido en el ojo de la luna, que parece una galleta de avena ahogada en leche y los primero viajeros espaciales, vestidos con ropa de diario, bajándose a la superficie de la luna, como quien se baja de la calesita para dar un paseo por el parque. Qué ingenua era la humanidad.
Quizás, en algunos aspectos seguimos siéndolo, si pretendemos pensar seriamente que vamos a responder aquellas preguntas eternas del ser. Supongo que saber que no se tendrá la respuesta jamás no le quita el gozo a la búsqueda de la misma, a la divagación, al pensamiento, a la discusión. Algo así como llegar o no a Ítaca, lo importante es el viaje. En ese sentido, a la filosofía de seguro le queda mucha vida por delante.
Desde aquella noche ya no veo la luna de la misma manera. Recuerdo el close-up del telescopio. Aquella ceniza gris, limpia, ordenada y muerta. El corto de Méliès. La epifanía de los astronautas. El Major Tom de David Bowie. La huella en la luna. La película de Bertolucci. Las películas del hombre lobo y mi favorito, interpretado por Lon Chaney. Laika. Los Apolos. Fly Me to the Moon cantada por Frank Sinatra. 2001, Odisea del Espacio de Stanley Kubrick. “Ground control to Major Tom”.
Me dan ganas de ser astronauta. De que haya buses espaciales. De pasear por el espacio y ver las nebulosas y las estrellas como se ven en las fotos del telescopio Hubble. Y ver todo, con la nariz pegada en el vidrio de la ventanilla de ese bus espacial, como si estuviera metida en la película de Kubrick.
Y luego volver a tierra y escribir sobre todo lo visto, pasmada de la fascinación. Escribir que el universo es asombroso y único y maravilloso. Y que es un milagro del cual no dan ganas de regresar.
(Publicada domingo 6 de marzo 2011 en revista Séptimo Sentido, La Prensa Gráfica).
Reflexiva y bella narración, Jacinta.
Le quería comentar, además, que esa canción que usted menciona de David Bowie es una de mis favoritas y, aunque la había escuchado desde hace tiempos, el video de ella lo he logrado ver hasta hace muy poco, en esta era del Internet.
Gracias por permitirme comentar.
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