Hace un par de semanas hablaba en este espacio sobre las bibliotecas personales. No cabe duda que tener una, además de reflejar los gustos y preocupaciones intelectuales de sus dueños, implica una labor acumulativa. Pero detrás de nuestra compra de libros también hay otras reflexiones, nada literarias, a tomar en cuenta.
Si juntáramos todos los libros que tenemos y sumáramos su valor en moneda, estoy segura de que nos sorprenderíamos del valor total de la inversión hecha. No todos los libros valen lo mismo. Ediciones antiguas o de pasta dura, libros raros o de ciertas editoriales cuestan más que otros, que tienen tapa blanda o que son ediciones de bolsillo. Ni hablemos de libros de arte, de fotografía o ediciones especiales de lujo sobre cualquier variedad de temas.
A esa conclusión me hizo llegar mi padre hace años, cuando sabiendo de mi gusto por los libros, me decía que todos esos ejemplares representaban una pequeña fortuna que hubiera podido invertir en cosas “más útiles”. El comentario era raro viniendo de una persona que siempre estaba leyendo pero que, ahora que lo pienso, no acumuló muchos libros. Creo que los terminaba vendiendo o cambiándolos por otros en las ventas de usados que había antes en el centro de San Salvador y que a él le gustaba visitar.
Ahora, en el primer cuarto del siglo XXI, a ese valor en moneda de los libros debe sumarse el costo ecológico, su huella en el medio ambiente y su incidencia en el cambio climático. Según datos de la UNESCO, cada año se publican alrededor de 2.2 millones de libros en el mundo. La industria de las publicaciones consume alrededor de 16 millones de toneladas de papel cada año. Esto implica la tala de aproximadamente 32 millones de árboles, cantidad que, sin duda, contribuye a la deforestación a nivel mundial.
El uso del papel en todo lo relacionado con la impresión y la escritura comprende un aproximado del 24 % a nivel global. Esto abarca libros, periódicos, revistas, publicaciones impresas de todo tipo, así como material de oficina. Este porcentaje es superado solamente por el uso de productos de embalaje (52 % global) usados en el comercio electrónico y la distribución de productos de toda índole.
La fabricación de los componentes del libro impreso genera unas 8.85 libras de dióxido de carbono (CO2), por lo que el libro impreso se convierte en un objeto con una huella ecológica negativa. A esto debemos sumar las emisiones industriales que se producen durante la fabricación del papel, el blanqueo del mismo mediante procesos que utilizan cloro (lo cual genera dioxinas, un elemento carcinógeno muy persistente en el medio ambiente) y el uso de grandes cantidades de agua y energía en toda la cadena de producción.
El problema no se limita a los libros en papel. Los libros digitales también tienen su impacto ecológico, el cual comienza con la producción de los diferentes tipos de dispositivos de lectura (que requieren de cobalto y litio), así como la energía necesaria para mantener activos los servidores y el almacenamiento en la nube de los archivos electrónicos. Aunque el ebook puede parecer menos contaminante y más sostenible, un dispositivo de lectura electrónico produce unos 168 kg. de dióxido de carbono. El solo proceso de impresión de un libro de tapa dura (de unas 300 páginas), genera alrededor de 1.2 kg. de CO2.
Tomando en consideración que los dispositivos electrónicos tienen una vida útil limitada (aproximadamente de tres a cinco años), sería necesario que el usuario leyera 33 libros en doce meses para que su impacto ambiental sea menor que el generado por los libros impresos.
Aliviar este problema es algo complejo. Por una parte, estas cifras van en aumento cada año, debido al incremento de las novedades editoriales y de las metas de producción de los diferentes componentes de la cadena del libro. Así mismo, aumenta la cantidad de lectores y nuevos escritores. Todo esto genera demandas y aumentos en la fabricación de ejemplares.
También está de por medio la lógica capitalista: el sector editorial (que incluye un variado rango de actores como impresores, distribuidores, libreros, etc.) necesita vender más libros para crecer o mantenerse como industria. Vender más libros significa una mayor huella ecológica en un mundo que, ya de por sí, está tensionado en la explotación de sus recursos naturales que son (no lo olvidemos) finitos.
Este es un problema que tiene alternativas, siempre y cuando los actores involucrados tomen consciencia del problema e implementen opciones que, aunque no solucionarán el asunto por completo, sí podrán contribuir a reducir sustancialmente la huella ecológica. Ya se habla de la ecoedición, es decir, de la producción de un libro con criterios de sostenibilidad que introducen, a lo largo de toda la cadena, medidas para reducir su impacto ambiental.
Algunos de los cambios importantes que incluye la ecoedición son el uso de papel reciclado (lo que reduce la necesidad de talar árboles, y también el consumo de agua y energía en el proceso de fabricación); la impresión bajo demanda (medida que reduce las devoluciones y evita la sobreproducción); y el transporte optimizado, es decir, la disminución de la distancia que debe recorrer el producto antes de llegar al consumidor final.
Nosotros, los lectores y amantes de los libros, también podemos contribuir un poco en el alivio de este problema. Podemos ser más razonables y selectivos en las compras de nuestros libros, es decir, no hacer compras impulsivas de títulos que después ni leemos, sea porque su contenido o edición es de mala calidad, o porque el tema o autor respectivo pasaron de moda. También podemos (en los países y ciudades en que esto es una opción mejor organizada) comprar libros usados.
Otra práctica es el bookcrossing, que consiste en dejar un libro en un lugar público para que algún interesado se lo lleve, lo lea y vuelva a dejarlo en otro espacio, según las instrucciones que son detalladas en el ejemplar. También se pueden organizar jornadas de intercambio de libros y así ir refrescando nuestra propia biblioteca, al mismo tiempo que compartimos títulos que sabemos no vamos a volver a leer o que no nos interesa mantener con nosotros. Esto puede favorecer a quienes tienen un presupuesto limitado y no pueden darse el lujo de comprar libros nuevos. Además, contribuye a que un libro sea leído varias veces por diferentes usuarios, ayudando también a socializar lecturas y a formar comunidad, algo que se está perdiendo en medio de sociedades gentrificadas, que están más enfocadas en actividades consumistas de recreación.
No hay duda de que el libro es uno de los objetos más valiosos de nuestras sociedades, no solamente por el objeto en sí. Cuando su contenido es uno de calidad (ya sea literaria, científica, educativa o estética) su valor trasciende lo monetario. Los libros han contribuido a la democratización del saber y a la expansión de la cultura. Muy difícilmente la sociedad renunciará a seguir escribiendo y produciendo libros, sin importar que el formato sea electrónico, sonoro o en papel.
Su existencia nos recuerda que tenemos sed de ideas, de conocimiento e imaginación. Pero dicha sed terminará creando desiertos en la tierra, si no encontramos formas de equilibrar su producción con el futuro de nuestros bosques y recursos naturales.
(Publicado domingo 28 de septiembre, 2025, en la sección de opinión de La Prensa Gráfica. Foto de Patrick Tomasso en Unsplash).
