“Ayúdame, querido Dios, a ser una buena escritora y a que me acepten algo más (para ser publicado)”. Esta petición puede leerse varias veces en el libro Diario de oración, de la escritora estadounidense Flannery O’Connor.
El libro fue escrito por la autora entre 1946 y 1947, durante su decisiva estadía en la Universidad de Iowa. Llegó hasta allá con la idea de estudiar periodismo, pero su contacto con otros escritores y la negativa o poco interés que recibían sus pinturas y caricaturas, la llevaron a tantear los rumbos de la escritura literaria.
O’Connor, de ascendencia irlandesa, era católica hasta la médula e iba a misa todos los días. Pero el ambiente intelectual de la universidad, la lectura de Franz Kafka, James Joyce y William Faulkner, el conocimiento de otras filosofías y las conferencias de escritores como Robert Penn Warren y Andrew Lytle, ponían a prueba sus convicciones religiosas, por lo que necesitaba de una comunicación directa con su creador.
Concibió la idea de escribir una carta diaria a Dios mismo, como una forma de hablar con Él, sin intermediarios. La escritura en dicho cuaderno era una forma suya de orar y aferrarse a su fe, aunque los textos no siempre fueran formas convencionales de oración.
Este diario, cuya existencia era desconocida, fue descubierto entre múltiples papeles y manuscritos que le fueron adjudicados al profesor William Sessions, amigo personal de O’Connor, cuando la familia le pidió escribir su biografía. Sessions decidió publicar el mencionado diario, debido a la novedad de su contenido. La primera edición de A Prayer Journal apareció en noviembre del 2013 en Farrar, Straus and Giroux de Nueva York.
Como creyente acérrima, una de las preocupaciones frecuentes en dicho diario era el de la gracia divina. En alguno de sus ensayos, O’Connor afirma que el sujeto de sus ficciones era “la acción de la gracia en un territorio dominado primordialmente por el demonio”. Su narrativa, cuyos personajes y escenarios eran las personas comunes y corrientes del sur profundo, deja plena constancia de ello.
Cabe pensar que esta preocupación por la gracia es algo que se manifestó también durante su corta vida. Mary Flannery O’Connor nació el 25 de marzo de 1925 en Savannah, estado de Georgia. Fue la única hija del matrimonio entre Regina Cline O’Connor y Edward O’Connor, ambos de ascendencia irlandesa. Las enseñanzas católicas bajo las que se crio, fueron un reto y hasta un peligro en un entorno mayoritariamente protestante, donde el Ku Klux Klan perseguía por igual a judíos, personas afrodescendientes y católicos.
Mary, como era llamada de niña por sus padres, familiares y vecinos, era una niña inteligente e imaginativa. Dibujaba historietas y escribía pequeños cuentos para el periódico de la escuela. Enseñó a un pollo, mascota suya, a caminar hacia atrás, lo que le valió una fama precoz al aparecer en un noticiero que fue visto en todo el país. En la filmación de 1932, que puede verse en YouTube, hace una rápida aparición.
Mary tenía una relación muy cercana con su padre, quien murió en 1941, de lupus eritematoso sistémico. La muerte de Edward supuso la pérdida de una suerte de cómplice, ya que era él con quien compartía sus fantasías y la construcción de su mundo imaginario.
Al año siguiente ingresó en el Georgia College & State University, graduándose en 1945 de Sociología y Literatura Inglesa, gracias a un programa acelerado de tres años de duración. Para entonces comenzó a ser llamada Flannery. Ese año fue aceptada en el Taller de Escritores de Iowa y todo su destino cambió.
Comenzó a publicar cuentos, escribió su diario de oraciones y se animó a comenzar una novela, Wise Blood (Sangre sabia). La visibilidad que logró con sus publicaciones la hicieron obtener una beca de escritura, siempre en Iowa. Luego tendría una estadía en la colonia de artistas Yaddo, de Nueva York, y recibió una invitación de sus amigos Robert y Sally Fitzgerald, para permanecer con ellos en su casa de Ridgefield, Connecticut.
Fue ahí, en un cuarto austero, construido sobre la cochera de la casa de los Fitzgerald, donde O’Connor terminó de escribir su novela. También fue allí, poco antes de la navidad de 1950, cuando mostró los primeros síntomas de la enfermedad heredada del padre. Comenzó a quejarse de dolor en los brazos y las articulaciones, algo que atribuyó a la escritura en su máquina de escribir y a la fuerza constante que ejercía sobre las teclas, todos los días, durante horas. El médico diagnosticó artritis reumatoide.
Como la navidad estaba cerca, O’Connor viajó en tren a Georgia. Sally Fitzgerald comentó que, al marcharse, se miraba rígida al caminar. Cuando llegó a su destino, su tío dijo que parecía una anciana frágil y no una muchacha de 25 años. Pocos días después, Regina, la madre, telefoneó a los Fitzgerald para notificarles de que su hija estaba muriéndose de lupus.
Flannery no murió en esa primera crisis. Pero los médicos aventuraron a calcular que le quedaban unos cinco años de vida. Ella decidió quedarse en Georgia, con su madre, y escribir hasta morir.
A pesar de la dolencia, aquellos fueron sus años más productivos. Regina y su hija se mudaron a la granja Andalusia, herencia de familia. La madre se dedicaba a todos los asuntos del mantenimiento doméstico y a la actividad de la granja. El resto de familiares, quienes tenían a Flannery en gran estima, también ayudaron e hicieron todo lo posible para que ella continuara escribiendo y publicando.
Desarrollaron una rutina rígida: levantarse a las 6 de la mañana, salir a misa, regresar a desayunar y cada una comenzar sus labores. O’Connor empezó a usar un bastón y luego muletas para ayudarse a caminar. Su amor por las aves la hizo coleccionar patos, gansos, canarios, avestruces, pero sobre todo pavos reales, a los cuales consideraba símbolos de belleza divina. A menudo se encuentran referencias al pavo real en su obra y hasta escribió un ensayo dedicado a ellos.
Pese al efecto secundario que le ocasionaba el uso de los corticoides y de las hormonas que le recetaron para aminorar el efecto del lupus, la escritora pudo hacer lecturas públicas de su obra e incluso un viaje a Europa. En 1958, cuando ya estaba desahuciada, aceptó una invitación para viajar con un grupo de mujeres católicas al Santuario de Nuestra Señora de Lourdes, en Francia, para celebrar el centenario de la aparición de la Virgen ante Bernadette Soubirous.
Al fondo de la gruta donde ocurrió la aparición, existe un manantial que se cree milagroso. O’Connor no quería bañarse en sus aguas, porque le parecieron insalubres, debido al paso de miles de peregrinos que a diario se sumergen en ellas. Finalmente, lo hizo. Cuando O’Connor le escribió a una amiga narrándole la experiencia, confesó que su oración fue por la novela que estaba escribiendo “y no por mis huesos, que me importan menos”.
Flannery O’Connor falleció el 3 de agosto de 1964, a los 39 años. La causa de muerte fue un ataque de lupus, después de haber sido sometida a una cirugía para tratar un fibroide uterino. Fue enterrada en Milledgeville, Georgia, el lugar donde vivió su infancia y adolescencia.
Aunque las aguas de Lourdes no salvaron su vida, las constantes oraciones por ser una buena escritora sí se cumplieron. Cien años después de su nacimiento, es imposible pensar en la cuentística estadounidense y en la ficción sureña sin mencionar el nombre de Flannery O’Connor.
(Publicado domingo 20 de abril, 2025, sección editorial de La Prensa Gráfica. Foto: la escritora Flannery O’Connor contemplando un par de pavos reales en su granja Andalusia. AP Photo/Atlanta Journal Constitution, Joe McTyre).
