Columna de opinión

Memoria y ripio

Desde 1992, cuando el país buscaba cómo reconstruirse después del trauma de la guerra, se convirtió en una constante por parte de numerosos artistas, escritores, académicos e investigadores, insistir ante las autoridades sobre la importancia de la inversión en cultura.
El tema no era un capricho. La cultura es siempre uno de los primeros aspectos a destruir cuando ocurren conflictos bélicos, sean internos o externos, porque al hacerlo se ataca algo vital para debilitar al enemigo de turno: su identidad y su orgullo nacional.

Insistir en la inversión en cultura en un país como El Salvador se hacía desde la esperanza que significó la firma de los Acuerdos de Paz, desde la idea de una nueva oportunidad para reordenar el estado de cosas de nuestro siempre atribulado país. La cultura podía ser una herramienta de acompañamiento imprescindible para la reconstrucción, sobre todo de nuestra estructura social y comunitaria. Una herramienta que podría servir para el reencuentro de nuestra gente a partir de la identificación de lo que nos une como nación y de lo que nos identifica como pertenecientes a un territorio geográfico particular.
Trabajar en cultura siempre ha sido complicado en nuestra sociedad. Primero, porque los recursos son limitados y siempre hay problemas urgentes por resolver. Segundo, porque la forma de hacer política en nuestros países es perversa. Se alimenta la rivalidad y el resentimiento social, pero no se piensa en unificar ni en construir a futuro. Las transformaciones culturales suelen necesitar mucho tiempo para ver sus réditos, y con esa actitud permanente de desprestigiar a los rivales políticos, la gloria de una u otra inversión puede terminar atribuida a otras personas, sin que realmente hayan hecho mayor esfuerzo por ello.

Cuando se habla de inversión en cultura, no solamente nos referimos a espectáculos o productos artísticos. El concepto es mucho más amplio. Tiene que ver con el arte y la literatura, sí, pero también con las tradiciones, la comida, la forma de vestir y maquillarse, el habla, las costumbres y la arquitectura, entre varias cosas más. También tiene que ver con la realización de eventos donde los asistentes se convierten en participantes, donde pueden opinar y preguntar, rompiendo con la participación pasiva del asistente. Eventos culturales, como seminarios y conversatorios son, en ese sentido, espacios educativos que fomentan conocimiento, intercambio de ideas, reflexión, hábitos de discusión saludables y argumentación respetuosa y objetiva. También construyen comunidad, convivencia y sentido de pertenencia e identidad.

La demolición del antiguo edificio de la Biblioteca Nacional junto a otros edificios en la misma cuadra; la reciente destrucción de los pisos del Palacio Nacional; la destrucción de sus jardines interiores, junto con la araucaria centenaria arrancada, dañada e implantada en una de las cuadras demolidas, aledañas al palacio; la demolición de casi todas las edificaciones de la mencionada cuadra, que incluía algunas de las casas más antiguas de la ciudad, con pisos de ladrillo hidráulico y detalles en madera y lámina troquelada, propios de su época de construcción; la demolición del kiosco centenario y de las bancas del parque Bolívar; la destrucción de varias aceras del centro, que contaban con baldosas o diseños especiales (entre ellas, las aceras del Palacio Nacional y las del recordado parque Hula Hula), son algunas de las consecuencias evidentes de esa falta de inversión en cultura.

La otra consecuencia es la falta de conocimiento de lo que todo este conjunto de acciones implica. Cada una de esas acciones fueron ejecutadas sin estudios técnicos ni la participación de restauradores o expertos correspondientes. Cada una de las acciones detalladas implica un daño irreparable al patrimonio nacional.

Por desgracia, pocas personas saben distinguir entre las definiciones de patrimonio nacional, patrimonio material, patrimonio intangible, memoria, historia e identidad nacional. Pocos saben cómo todos estos conceptos están interconectados y cómo contribuyen a la construcción de nuestra noción de país, de identidad e identificación como salvadoreños, y quizás y, sobre todo, de nuestra noción de orgullo nacional.

Tampoco hay conocimiento sobre los conceptos de restauración, remodelación, renovación, revitalización y modernización. Cada uno de ellos implica procedimientos, resultados e intenciones diferentes. Por ello, ha sido fácil orquestar una respuesta de desprecio y descalificación a quienes se han mostrado consternados por la magnitud de los daños causados a la infraestructura del centro de la ciudad.

Todas las acciones de destrucción mencionadas son un evento trágico para la cultura nacional. Se han destruido elementos arquitectónicos y simbólicos únicos, vinculados a nuestra historia colectiva e individual. En el proceso, se violaron además leyes nacionales y tratados internacionales. Incluso se violaron disposiciones de protección al medio ambiente, al tirar en un barranco del río Las Cañas los restos de las destrozadas baldosas centenarias del Palacio, en un evidente gesto de desprecio final.

Ya no se puede hablar de “centro histórico”, porque su concepto ha sido distorsionado a través de todas estas acciones. Las nuevas construcciones y acciones de sustitución no están respetando los planos originales de los espacios, el conjunto arquitectónico del sector ni los materiales tradicionales de los espacios alterados. Con ello se degrada el valor patrimonial, un valor que trasciende el mero valor monetario y que nos incumbe y afecta a todos, aunque haya quienes no lo puedan ni lo quieran entender.

La historia del centro fundacional de la ciudad de San Salvador, ese espacio de la Plaza Barrios, Catedral, la Biblioteca y el Palacio, aglutina la memoria de eventos dramáticos, pero también jubilosos para el país. Ha corrido sangre en ese espacio, pero también el sudor y las lágrimas de miles de salvadoreños, incluidos nuestros ancestros, que con esfuerzo y determinación continuaron adelante con sus vidas y oficios en medio de circunstancias que, muchas veces, fueron terribles.

Pueden derribarlo todo. Pero no podrán borrar la memoria de nuestros padres, nuestras madres, nuestros abuelos, nuestros muertos. Al igual que los personajes de Farenheit 451, la novela de Ray Bradbury, los salvadoreños tendremos que hacer de la memoria una forma de resistencia, para que la verdadera historia de nuestro país no sea convertida en ripios lanzados al barranco del olvido.

(Publicada en la sección de opinión, La Prensa Gráfica de El Salvador, domingo 19 de mayo de 2024. Foto propia, estatua del Capitán Gral. Gerardo Barrios, en el corazón del centro de San Salvador).

2 Comments

  1. Jose Garcia's avatar
    Jose Garcia says

    Lamentable realmente en todo sentido. La cultura del consumismo sigue imparable y avasallante en todos lados y este es un ejemplo claro de ella.

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