Columna de opinión

Bisagra del tiempo

Los fines de año parecen siempre obligar a un repaso general del periodo que termina. También se impone como costumbre planificar e imaginar hacia adelante, hacia el futuro. Es un impulso natural en el ser humano sentir que, cuando hay un final, es eminente hacer un recuento a partir del cual, se puede ver hacia adelante.

Será por eso que los romanos adoraron a Jano, dios de las puertas, los comienzos y los finales. Estaba representado por una imagen que tenía dos rostros, cada uno mirando en dirección opuesta. En relación al tiempo, Jano podía ver tanto hacia el pasado como hacia el futuro. Se le invocaba en el primer día del año. Por su capacidad de ver las dos caras del tiempo, su nombre (en latín Ianuarius) sirvió para bautizar el primer mes del año.

Podría decirse que Jano estaba sentado en la bisagra del tiempo, viendo dos tiempos simultáneos, sabiendo que cuando una puerta se cierra, otra se abre; que cuando algo termina, otra experiencia comienza. El don de ver los tiempos, le garantizaba la sabiduría a la cual los humanos invocaban para ser atendidos en sus tribulaciones. Por ello, esa invocación al comenzar el año era importante, en preparación para el ciclo anual que estaba por comenzar.

A Jano también se le atribuye la invención de la navegación y de la agricultura, actividades también cíclicas. El poeta Ovidio decía que Jano custodiaba las puertas del cielo en compañía de las Horas, las deidades griegas que custodiaban las estaciones y los ciclos naturales. En todo caso, para los antiguos romanos, la invocación a Jano garantizaba buenos finales.

Aunque hoy en día no invocamos a un dios específico del tiempo, sí tenemos por costumbre hacer repasos anuales de, prácticamente, cualquier área de nuestras actividades. Como parte de esas recapitulaciones de fin de año, encontramos listas de lo mejor y de lo peor de absolutamente cualquier cosa. Informes laborales o corporativos que elaboran logros, fallos y futuros planes. Momentos de reflexión personal en que nos preguntamos sobre lo mejor y peor que nos ocurrió durante el año. Todo es recordado, listado y clasificado.

En contraposición, también hacemos listas de deseos y propósitos por realizar. Por unas cuantas horas, durante la transición de un año al otro, viviremos una mezcla de nostalgia y optimismo, con la añoranza de que el tiempo por venir nos permitirá la oportunidad de mejor algunas situaciones personales. Formulamos deseos poco objetivos confiando en encontrar una mágica manera de lograrlos. El intercambio de regalos y esa esperanza de cambiar algo en nuestras realidades, son eso que las agencias de mercadeo llaman “la magia de fin de año”. Nuestro pensamiento mágico combinado con algún que otro gesto de generosidad hacia los demás son los que, al final, concretan esos milagros navideños esperados por algunos, sobre todo los niños.

Para muchos, este no ha sido un año fácil. Circunstancias personales, sociales o mundiales nos han tenido con un nivel de estrés y angustia intenso y continuo. Ha sido un año donde lo económico ha tenido un impacto fatal en nuestras economías familiares. En lo personal, puedo decir que ha sido de los peores años de mi vida en lo económico y que me ha tocado hacer malabares indecibles para irla pasando en el mes a mes. Eso, sumado a nuestras pérdidas individuales, a las tensiones políticas (tanto locales como internacionales) y a un permanente discurso de odio que nos ha polarizado y que obstaculiza nuestra capacidad de escuchar y dialogar, deja un 2023 lleno de sinsabores.

No recuerdo ahora a qué personalidad escuché decir en un video reciente que esperar que el mundo esté lleno de paz, amor y entendimiento es algo que no va a ocurrir. Y no puede ocurrir debido a la naturaleza misma del ser humano. Miles de millones de personas, con culturas y opiniones diferentes, viviendo en lugares y circunstancias muy diversas, jamás podremos unificarnos en un mismo pensamiento, creencias o costumbres. Eso es utópico e irreal.

Es también una especie de maldición disfrazada de bendición. Lo que enriquece nuestro estar en el mundo es esa variedad de culturas y creencias. Eso resulta fascinante, sobre todo cuando tenemos oportunidad de viajar a otros países, cuando leemos libros escritos por autores más allá de nuestras fronteras o vemos películas y obras de arte que nos afirman que, en el fondo, hay una necesidad interminable de belleza dentro de nosotros. Exponer esa belleza y tener la mente abierta para conocerla, sin juzgar, enriquece nuestra visión de mundo y nos permite crear empatía hacia los demás.

Pero, así como tenemos el impulso de crear, también tenemos (por desgracia) el impulso de destruir, de matar, de causar daño. Esa dualidad, al igual que la dinámica de los ciclos y el tiempo, mueven la vida. Nos mueven hacia adelante, hacia el cambio, hacia la búsqueda de formas de convivencia. Si toda la humanidad compartiera un pensamiento único, idéntico, ¿cómo podría evolucionar? ¿Podríamos mejorar como especie?

La diferencia de opiniones y formas de ser no justifica, en ningún momento, ese impulso destructivo. No justifica la crueldad, las humillaciones, la discriminación, la falta de sensibilidad hacia las diferencias y el dolor ajenos. Lograr un pensamiento único es imposible. Pero a lo que sí podemos aspirar es a encontrar formas dignas y decentes de convivir los unos con los otros.

No soy optimista, jamás lo he sido. Pienso que se vienen años muy difíciles, aquí y en todas partes. Pero pienso también que, si antes de actuar nos tomamos un momento para cuestionar si el alcance de nuestras acciones afectará negativamente a los demás; si recordamos que no vivimos solos en el mundo y que imponer nuestro punto de vista sobre los demás, es una forma de violencia, quizás, a través de esas pequeñas acciones, por lo menos logremos bajar el intenso nivel de agresividad en el que estamos mal viviendo como sociedad.

Que el 2024 sea mejor para todos.

(Publicada en sección de opinión, La Prensa Gráfica, domingo 31 de diciembre, 2023. Imagen del dios romano Jano, generada con Designer, DALL.E 3).