A veces, cuando me toca escribir esta columna, tengo muchos temas sobre los cuales me gustaría hablar. Hago listas de ideas que voy anotando, para que no se me olviden. Otras veces pareciera que no tengo nada que decir o, más bien, estoy como muda por dentro. Las palabras no brotan como yo quisiera porque hay asuntos que imponen silencio, asuntos ante los cuales, no se sabe qué decir. Hechos y eventos que nos abruman.
Eso me pasó esta semana en que, al sentarme a seleccionar el tema de este texto, todo me parecía banal y frívolo, casi innecesario, en comparación con diferentes eventos mundiales y regionales, que veo acontecer.
Puede parecer un sinsentido que, en tiempos de profunda agitación y desesperanza social, alguien hable de libros, de arte, de cultura. Pero entonces pienso en varios momentos históricos donde estos elementos han servido como apoyo emocional y psicológico para que el ser humano se aferre a la vida. Hay testimonios de personas que leían novelas o poemas en voz alta, mientras estaban escondidos en los refugios anti bombas, durante la II Guerra Mundial. También los hay sobre prisioneros judíos en los campos de concentración que se las arreglaron para dibujar o para hacer música en medio de las más atroces condiciones.
Hace un par de días leí una entrevista hecha a la escritora Edith Bruck, de 92 años. Bruck, judía nacida en Hungría, fue deportada a los campos de concentración del nazismo, cuando tenía 13 años. Pasó por Aushwitz, Dachau y Bergen-Belsen. De su familia sólo sobrevivieron ella y una hermana. La mayor parte de su obra, que incluye novelas, cuentos, obras dramáticas, poesía y guiones de cine, ha servido para contar lo vivido en aquel tiempo.
Para muchos sobrevivientes de la II Guerra Mundial, escribir y dar testimonio ha sido útil para darle un propósito a todo su sufrimiento. También ha servido para convivir con la culpa de haber sobrevivido al horror. “Lo hago por mejorar algo mínimamente, por poder hacer algo, aunque sea poco, con la presunción en absoluto inútil de que se puede cambiar a 10, 20 o 30 personas, no importa a cuántas”, dice Bruck.
La autora es una de las últimas sobrevivientes del Holocausto. Al igual que Primo Levi, Imre Kertész, Shimon Redlich, Liana Millu y tantos otros autores, ha dedicado su vida a hablar de la Shoah (la catástrofe, en hebreo), tratando de crear consciencia, sobre todo en las nuevas generaciones, de que aquellos eventos no deben ni pueden repetirse.
Al ser consultada sobre los recientes sucesos en la franja de Gaza e Israel, Bruck comenta que es algo que ya ha visto antes. “Es algo espantoso, es una barbarie. Sólo he visto cosas similares durante el nazismo. Me sobrecoge pensar en lo que sucederá en el futuro, si entran más países en el conflicto”, señaló en la entrevista mencionada.
Aquí es donde cabe preguntarse, una vez más, ¿no hemos aprendido nada como humanidad? ¿No hemos aprendido absolutamente nada de nuestra historia reciente, del sufrimiento de la gente? ¿No le hemos dado la importancia debida a los múltiples testimonios de las guerras del siglo XX? ¿Qué pasará cuando muera el último sobreviviente del Holocausto, sobrevivientes que han actuado como una memoria viva para no permitirnos repetir aquel espanto?
Hace relativamente poco, cuando comenzó la pandemia, cuando la humanidad estaba desconcertada y temerosa de una enfermedad que mataría a millones de personas alrededor del mundo, fueron comunes las reflexiones y los propósitos de la gente que insistían en que, al terminar la emergencia (porque teníamos la certeza de que pasaría), seríamos mejores seres humanos. Era una especie de conmoción colectiva que nos obligaba a pensarnos de otra manera, a revisar nuestros hábitos, nuestras relaciones y a pensar que era imprescindible, para todos, ser mejores. Sin duda, la certeza de nuestra mortalidad, que se hizo más palpable por la presencia del virus, nos llevó a ese estado anímico.
Pero terminada la emergencia, hemos vuelto a nuestras antiguas trifulcas y rencores, a los vicios de siempre, a la enajenación cotidiana. No cambió ni el ser humano ni los sistemas económicos ni sociales. Lo que tanto extrañábamos durante el encierro (los espacios naturales, la convivencia con los amigos y familiares, las relaciones amorosas y de calidad), es ahora una añoranza que preferimos no recordar. En resumen, tampoco aprendimos nada.
Durante la pandemia, el escritor chino Yan Lianke escribió a sus estudiantes de la Universidad de Hong Kong, animándolos a que, cuando todo terminara, no olvidaran la crisis pandémica y preguntaba: “¿Por qué siempre se suceden el dolor y la tragedia –individuales, familiares, sociales, generacionales o nacionales– en nuestras vidas, en nuestra historia y nuestra realidad? ¿Cómo es posible que los infortunios y sufrimientos de la historia y de los tiempos siempre se sirvan y se nutran de la muerte y las vidas de miles de personas anónimas?”.
Y continuaba Lianke: “La memoria no puede transformar el mundo, pero sí dotarnos de una verdad interior. La memoria individual no puede devenir en una fuerza que cambie la realidad, pero sí ayudarnos al menos a interrogarnos ante la mentira”.
Ante los eventos abrumadores que nos agobian a nivel social, de manera local y global, la literatura y las diversas manifestaciones del arte siguen sirviendo, no solamente para hacer menos pesada la carga, sino para guardar un registro de eventos, preguntas y reflexiones que ilustrarán el tiempo presente.
La creación artística, la escritura y también la lectura son formas de resistencia cotidiana, aunque sean poco valoradas. Porque no se trata únicamente de emitir grandiosos manifiestos, llegar a conclusiones rotundas o recibir epifanías transformadoras.
Recurrir al arte y a la escritura en tiempos de tribulación ayuda, sobre todo, a conservar el espacio individual, íntimo, del pensamiento, del cuestionamiento, de la búsqueda de la opinión y el lenguaje propios, de la imaginación y, por tanto, de reconocer nuestra capacidad de hacer las cosas sin repetir los ciclos despiadados de la historia.
(Publicado en sección de opinión, La Prensa Gráfica, domingo 22 de octubre, 2023. Foto: Jordan Holiday en Pixabay).
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Excelente y acertada reflexión, Jacinta.
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